Salvador Díaz Mirón (1853-1928)

Por Francisco Monterde

Díaz Mirón, negativo y constructivo

Monterde, Francisco. Figuras y generaciones literarias. México: UNAM, 1999 (Biblioteca del Estudiante Universitario, 127), pp. 177-184.
 

I

La biografía de Salvador Díaz Mirón nunca podrá incluirse en un volumen de vidas ejemplares. Tampoco se imprimirá con propósitos docentes, en un libro destinado a la enseñanza; a menos que la aproveche la didáctica superior, como los ejemplos negativos de las fábulas, para extraer de ella la lección de lo que no debe hacerse.

Al tratar de referir hechos deliberadamente consumados, no vale desvirtuar los impulsos que los motivan ni es posible pretender que se atenúen las circunstancias que los presidieron. La calidad humana de Díaz Mirón no mejora si se omiten los episodios sangrientos; de igual manera que su fama no crece con la detallada enumeración de los “lances de honor” en que fue protagonista o partiquino, antes o después de ser ídolo del Continente.

El pedestal destinado al héroe, se queda a veces sin estatua, y en otras ocasiones el bronce está fundido en el crisol, antes de que la actitud perdurable llegue a definirse a lo largo de una existencia; porque para unos la muerte se adelanta, y para otros, arriba demasiado tarde.

Quien pretenda narrar verazmente la existencia de Díaz Mirón sólo podrá hacerlo si se decide a exponer con la necesaria objetividad cada uno de los pormenores. Los que trataron de asomarse a aquélla cuando vivía el autor, a falta de datos precisos, orillados a paliar lo indefendible, dijeron vaguedades sobre el poeta, para no hablar del hombre.

Después, inversamente, se ha olvidado a aquél, y se ha puesto una morbosa complacencia en hacer la estadística de los encuentros personales en que resultó heridor o herido, si no ambas cosas. Aun hay cómputos de sus víctimas, con o sin exculpantes.

II

No por callarla, dejará de existir la verdad, que tampoco gana con repetirla a gritos. La acción del tiempo consiste en convertir en andrajo la púrpura que intentó ser tapujo y en suavizar, a la vez, la arista de un ademán violento. Él sitúa a un hombre al lado de otros, y da a todos la perspectiva indispensable para apreciar las figuras en conjunto.

Se comprende mejor a Díaz Mirón, el hombre, cuando se le observa no sólo en su tiempo sino dentro de su siglo: aquel XIX, todo él romántico; enfermo, con irremediables recaídas, del “mal del siglo”. Para el intelectual, para el poeta especialmente, sólo hay entonces dos modelos, entre los que deberá elegir el que adopte para uso personal: Byron el rebelde; Hugo el soñador. El hecho de preferir al primero, no invalida la devoción hacia el segundo.

Díaz Mirón, que cantó a uno y otro sucesivamente, pudo admirar al retador incrédulo y repetir, con Hugo, “La oración por todos”; pudo conciliar su iracundia de duelista inveterado con su emoción ante las manos, piadosamente unidas, del poeta francés que alzaba su voz contra la pena de muerte. Ese contraste cabía en el título del proyectado tomo de versos de Díaz Mirón: Melancolías y cóleras.

Para el poeta mexicano en el atardecer del romanticismo, como para el poeta inglés de su alborada, el camino más corto hacia la popularidad tenía que cruzar la plazuela del escándalo: su resonancia medía la altura del genio. La juventud de Díaz Mirón desdeña otros cartabones.

III

A lo agresivo –individual, no colectivamente– del mexicano, más entonces que ahora, el trópico añade la irritación del clima; la jactancia del pavorreal, lo insolente de la voz que es grito aun en la confidencia. El duelista, sin rivales que se le enfrenten, se convertiría en loco. Díaz Mirón fue periodista. La psicosis del último cuarto de siglo, en España y, por mimetismo, en Hispanoamérica, se llama “duelo”.

Desde los días de Larra, y aun antes, los hombres se baten, y matan, por cualquier motivo –y a veces sin él. Periodista es sinónimo de duelista: a una alusión, aun velada, se responde con un guantazo al que siguen dos espadas o dos bolitas de plomo, que se cruzan. (Alguna vez, un periodista muere en duelo, por defender una frase que no ha escrito; y el que la escribió ignora que aquél va a batirse por defenderla. Cuando llega a saberlo, ya hay una tumba abierta entre él y la familia del defensor que murió sin abrir los labios.)

Díaz Mirón no constituye una excepción, en su ambiente y en su tiempo: es sólo un exponente, un síntoma, un instrumento de esa forma elemental de justicia directa; pues donde la indirecta no existe, cede el paso a la venganza.

Pesa aún mucho el tradicional concepto del “vengador de su honra” calderoniano; y la honra, consecuencia del honor intocable, tiene abundantes vengadores dispuestos a satisfacerla.

Todo esto explica, si no justifica, el primer arrebato de Díaz Mirón: irreprimible duelista, más tarde, por el complejo que en él creó su brazo que pendía inútil. La atrofia de un miembro aumenta la eficacia de otro; más aún, cuando lo prolonga un revólver.

IV

Otro aspecto negativo que deberá estudiar el futuro biógrafo de Díaz Mirón, es el que se refiere a ese acatamiento a los dictadores, inexplicable en un paladín de la libertad y la democracia.

Díaz Mirón, altivo en el Congreso, ante el general Manuel González, hasta convertirse, cuando la “Deuda inglesa”, en ídolo de las multitudes que en él ven al paladín de la Libertad –con mayúscula– en América, se muestra sumiso ante el general Porfirio Díaz; aliado de su segundo –Ramón Corral–, aviva el odio contra un posible sucesor de aquél: el general Bernardo Reyes, y sus entusiastas partidarios, a quienes identifica el rojo clavel en la solapa.

Preso después, por agresivo, sale libre al triunfar la Revolución mexicana, que encendió Francisco I. Madero, y se dedica a la docencia; mas lo olvida para servir de vocero oficial al usurpador Victoriano Huerta, ante el que riega laureles y quema incienso en El Imparcial –que no lo era.

La gratitud hacia el primero –a pesar de que en la cárcel de Veracruz le mantuvo aislado de la lucha política en un cuatrienio decisivo- no explica la ingratitud hacia Madero ni las adulaciones a Huerta.

Sólo un resorte: el de su orgullo, reacciona a favor de éste, cuando los demás lo detestan y abandonan. Tal actitud –resuelta– quizás dé la clave para interpretar las otras.

Díaz Mirón fue siempre caudillo de minorías, al defender la libertad y la democracia y cantar al proletario –él introdujo la palabra en la lírica–, cuando la libertad, la democracia y el proletario no tenía aún defensores en México.

Es, como individualista exaltado, un partidario decidido de la minoría, de sí mismo –porque la minoría es, en resumen, él, el poeta Díaz Mirón, que está solo, aislado en su orgullo.

Defiende al general Díaz y apoya a Corral cuando –aunque no lo diga presiente que se van a quedar solos –con él–, que el mecanismo reeleccionista se ha oxidado y el solio de dictador tiene anchas cuarteaduras.

Cuando la Revolución es mayoría que defiende libertad y democracia, la abandona porque se siente solo con la minoría que es Huerta -y él: Díaz Mirón, que más tarde marcha tras aquél –también solo– al destierro.

El retorno a la patria, apaciguadas las pasiones, lo dejó –aislado, orgulloso–, en su patria chica, hasta la llegada de la muerte, que también lo encontró allá, orgulloso y solitario.

VI

El biógrafo desprovisto de pasión partidarista, podrá hallar algunos aspectos positivos y aun constructivos, en la vida de Díaz Mirón que, a pesar de su hipertrofiado yo, no fue un egoísta siempre.

Si en las relaciones familiares su ancianidad tiene posibles puntos de contacto con la del Sófocles de la leyenda de Edipo en Colona –por las disputas en que el tirano doméstico impone su voluntad finalmente–, en lo conyugal, el hombre se supedita al marido. De igual manera  que Díaz Mirón, hijo, había probado la devoción al padre, no sólo con sus poesías –“Duelo”, “El muerto”– sino al conservar unidos los apellidos paternos, a los que dio lustre en las letras, como el poeta Manuel Díaz Mirón lo deseaba.

Díaz Mirón, hombre de una sola familia, cumple la fe jurada a la adolescente que raptó –según murmuración local–, y con quien, al casar en 1882, cuando inicia la resta de años el hombre de 28, funda un hogar que respeta. Compáresele, en este aspecto, con su voluble coetáneo Gabrielle D’Annunzio.

Lo fugaz en amoríos –”Tirsa” y la desconocida que acepta el reto de “Engarce”– no trasciende más allá de lo literario, ni enturbia la existencia de la esposa, Genoveva Acea, que muere rodeada de hijos e hijas.

Tampoco, a pesar de esa “coquetería senil” que le hacía aumentar la resta de los años y mantener perpetuamente sombríos melena y bigote, hubo en su ocaso una hoguera erótica –al menos, reveladas–; de esas que hacen enrojecer a los viejos ante los jóvenes.

VII

Su ancianidad no fue, a pesar de esto, serena. El hecho de aparentar un lustro menos, de los que suma, le obliga, casi ya sexagenario, a intentar aquella aventura grotesca de 1910: perseguir al depredador de Acayucan, el rebelde –y por esto, rival de su orgullo de estirpe localista– Santa Anna Rodríguez.

El anecdotario de Díaz Mirón, que a veces desfigura la realidad más que ilustrarla, ha recogido sólo un aspecto, el de mofa, de la opinión; el burlesco: el lado cómico del Quijote. Las burlas apedrean con epigramas a Díaz Mirón, como los galeotes al pobre hidalgo caído; pero únicamente a solas con su orgullo, pudo soportar, más que aquel desquite irónico los vegueros dedicados por “Santanón” al poeta que lo perseguía, las amarguras –pesado ya el vientre, acortada la vista–, al ir semanas enteras en pos del hombre anguila que se le escapaba entre los dedos –bajo un cielo impasible, como el de sus poesías–, sintiendo, honda, la herida en su orgullo.

El poeta que había probado su desinterés –aparte las razones de publicidad– al ceder, a cambio de una biblioteca para el Colegio Preparatoriano de Jalapa, la edición de Lascas, la confirmó con otros rasgos semejantes.

Anciano ya desdeña, por inaceptable para él, la pensión que el Ejecutivo acordó concederle, pues aún podía –según dijo– ganarse la vida con su propio esfuerzo. Declinó también, otros honores, como el homenaje nacional varias veces anunciado, que iba a tributársele aquí y que aplazó indefinidamente.

VIII

A pesar de esa orgullosa actitud, no poseía más bienes que “unas casucas” y la quinta “Santa Rosa” de Jalapa, su honradez salió sin caudal del río revuelto de la política, y meses antes de enfermar de muerte, aún dirigía el Colegio Preparatorio de Veracruz.

En sus clases quería imponer la disciplina, como a los futuros cadetes: uno de aquellos estudiantes recibió del temible anciano el último golpe, el cual provocó la huelga que le costó la dirección y amargó su ocaso; pero otros alumnos recuerdan que el profesor benévolamente suprimía alguna nota mala que equivalía a la privación del semanario asueto.

Por tal complacencia afectuosa; por aquellas charlas sinceras –no repetición de disco–, en las que el actor, intérprete de su propia fama, dejaba paso al hombre, el recuerdo de éste sobrevivió, no sólo al amparo de sus poesías que han bastado para redimirle.

Hombre contradictorio, Díaz Mirón reservó siempre, como epílogo, una sorpresa; y el interlocutor, aun siendo amigo suyo, no sabía si una discusión entre ambos iba a terminar con un disparo de revólver o con una conciliatoria carcajada.

Díaz Mirón comparte, no sólo con los demás poetas iniciadores y continuadores del modernismo, los rasgos por los cuales se distingue entre los mexicanos de su tiempo.

Algunos de esos rasgos característicos: el orgullo –que Santos Chocano amplificará, en el Perú–; la rebeldía y el desdén hacia los poderosos –que en José Martí serán estimulantes virtudes, con la reacción reprobatoria ante las injusticias–, en realidad exaltan mucho de lo que, desde los siglos de oro, perteneció al patrimonio común racial; aquello que pasó de los filósofos hispanos a sus discípulos, y de éstos al pueblo de las dos Españas

Transcripción por Miguel Ángel de la Calleja López

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz