Gustavo Sainz (1944-2015)

Por Carmen Galindo

Gustavo Sainz, el vicio de mentir

Carmen Galindo, “Gustavo Sainz, el vicio de mentir”, en Siempre!, 22 de julio de 2015.

 Su nombre completo era Gustavo Adolfo Sainz Reyes. Hacía como 15 años que no lo veía y la anterior vez, otros 20, y sin embargo, éramos, fuimos tan amigos que lo recuerdo y sé que nos recordaba muy bien, que éramos, más que fuimos, una presencia en su vida, mi hermana y yo, sobre todo mi hermana a la que quiso tanto.

Cuando lo conocí era ya un mentiroso consuetudinario. Una vez que Carlos Monsiváis lo estaba acusando de alguna falsedad, Gustavo respondió con esta frase tan fulminante que se me quedó grabada: “Tu mitomanía es tan grande que inventa la mía”. No era verdad, a Carlos su ética protestante lo alejaba de eso, en Gustavo, al contrario, era un vicio mentir, quiero decir, inventar. De hecho, ahora lo comprendo, sobre eso sustenta su fama y su obra literaria. Para él, lo que pensaba, lo que fantaseaba era real, es más, ya existe al menos en la palabra o en su particular visión, existe porque existe en la palabra.

Les cuento algo: El exilio argentino, que trajo a tantos, hizo que llegara a México Pedro Orgambide, el autor de Prohibido Gardel, y con ese motivo, digo con la puesta en escena de esta obra, fuimos un grupo de la revista literaria Crítica Militante a entrevistarlo, en cuanto lo tuve enfrente le dije: A usted lo conocí hace muchos años como seudónimo de Gustavo Sainz. Y le expliqué: Sí, usted publicó un cuento en la revista Sur, (la de Victoria Ocampo) y Gustavo nos dijo a los compañeros de la Facultad de Filosofía y Letras que “en Argentina, mi seudónimo, es Pedro Orgambide”, (antes no nos dijo que era Julio Cortázar).

Gustavo era lo que hoy llaman, muy quitados de la pena, un erotómano. Sus novelistas preferidos, y principales influencias, eran en orden ascendente: Julio Cortázar, por la Maga de Rayuela; D. H Lawrence por El amante de Lady Chatterlley y en primerísimo lugar, Vladimir Nabokov por Lolita, aunque él no tenía la edad de Humbert Humbert y sus amigas a lo mejor todavía podíamos pasar como ninfetas, aunque un poco pasadas de años por más de un lustro.

Sus amigos de entonces eran Nacho Méndez, quien ya era músico, y Sergio Aragonés, el futuro caricaturista. Entre sus amigas, Magdalena de Hoyos y Palmira Garza, la hermana de Chacho, y quien ahora se considera la precursora entre las mujeres en ilustrar comics. Polo Duarte, el dependiente y dueño de Libros Selectos, que conseguía verdaderas joyas bibliográficas para Gustavo.

Con Nacho y Sergio se iba Gustavo a las puertas del Hotel Hilton, (el que se caería con el temblor) y ante el estupor de los auténticos porteros, se ponían muy amables a abrir las portezuelas de los coches que llegaban al lugar y como extendían la mano cosechaban propinas. Apenas reunían lo suficiente se iban a cenar tacos ahí cerca.

Al principio, Gustavo vivía en la casa de su papá y su madrastra, como Menelao en Gazapo, su primera novela. La casa, que hoy ya no existe, estaba en Gabriel Mancera, en la primera calle que colinda con avenida Universidad. Gustavo se quejaba de que su padre no lo apoyaba en su deseo de convertirse en escritor. No era cierto, como ya dije, Gustavo llevaba el nombre de Bécquer. En su casa, de clase media como se decía entonces, Gustavo disponía de un pequeño estudio, las paredes cubiertas de libreros perfectamente acomodados, una mesa al centro con su máquina Olivetti y su papel Bond amarillo en que escribía sus cuentos y hasta un restirador para que dibujara. El pecado de José Luis, su padre, fue darle una madrasta y que era aficionado al excursionismo, igual que mis tíos, hermanos de mi mamá, a quien el padre de Gustavo les contaba que estaba orgulloso de la vocación de su hijo.

En su autobiografía, Gustavo escribió: “Malena era millonaria, vivía en el Pedregal”. Esa Malena es mi hermana, aunque ya no sea millonaria ni viva en el Pedregal. Rosita era, creo, su vecina y es la inspiración de Gisela, la de su primera y más conocida novela Gazapo. Nabokov escribe en un párrafo sobre Lolita y las tres silabas de su nombre y cómo la lengua se mueve para pronunciarlo. Igual escribía, citaba o plagiaba ese párrafo Gustavo con los nombres de Gisela y Malena y seguramente con el de Rosita, su primera esposa.

También conocí a Brenda, la Princesa del Palacio de Hierro, quien, en efecto, como en la novela, no paraba de hablar. Fuimos con ella y Nacho, al teatro Blanquita, Gustavo, mi hermana Magdalena y yo. Ni Nacho ni Gustavo quisieron salir al vestíbulo a fumar y luego, fueron a los camerinos a saludar y nos hicieron esperar una media hora, tal vez más a las puertas del teatro para regresar a casa de Gustavo en Río Po, atrás de la Embajada de Estados Unidos, donde trabajaba o trabajaría Rosita. Y de hecho, porque nosotras sentimos que habían sido descorteses dejamos de vernos para siempre.

Esos eran sus amigos, pero su generación literaria fueron José Agustín y Parménides García Saldaña. Los que etiquetó Margo Glantz, y ellos nunca se lo perdonarían, como escritores de “la onda”. José Agustín ha escrito la mejor definición de su generación, no son los viejos que con nostalgia y melancolía rememoran sus años juveniles, sino “una narración de la juventud sobre la juventud”. Salinger con El guardíán entre el centeno y Nabokov con el personaje de Lolita habían abierto el camino. No sólo ellos, el mundo de las drogas y del sexo estaban en Jack Kerouac y William Burroughs, por lo que con más justicia, más que como escritores de la onda, se les debió conocer, si la etiqueta era indispensable, como nuestros beatniks. Sin embargo, más que el sexo y las drogas, (de las que Gustavo no participaba, al menos hasta que lo perdí de vista) está el otro elemento, el más importante y que destaca Agustín cuando celebró los 40 años de Gazapo: “Además de lo no-lineal y de la relatividad de lo narrado, el lenguaje es el gran protagonista.” En efecto, en Burroughs, en Kerouac y en Ginsberg, el protagonista es el lenguaje y hay que aclarar el lenguaje hablado, el de todos los días, el tropezado e impreciso del diario, el común y muy corriente de los jóvenes. Una vez, Gustavo nos mostró la grabadora, truco, nos dijo, de la que se vale en Gazapo para no “escribir”, sino captar el habla en vivo.

José Agustín dice y con toda razón, que el lenguaje de Gustavo es mucho más elaborado, más literario, y claro que lo es como que está trufado con lo que nosotros llamábamos plagio y cuando era creativo y se fingía pastiche y parodia, y ahora se llama cita o intertextualidad e incluso como lo llama poéticamente Severo Sarduy lectura “en filigrana”, porque se trasluce otro texto, ajeno, del que estamos leyendo. Monsiváis decía: “si me hacen una auditoria intelectual me meten a la cárcel” y Gustavo, en algún cuento del libro Proyecto para un yo ficticio, se reivindica con el invento de enseguida del verso de Paz o la frase de Borges citados sin decir agua va, aclarar con un verbo inexistente que el personaje que acaba de decirlo en vez de precisar, “habló” o “dijo” lo cambia con el invento de pazeó o borgeó.

De manera constante en la literatura de Sainz hay eso que registra Agustín: “la relatividad de lo narrado”. Eso tiene que ver con su mitomanía, esa ilusión de que lo que se escribe, sustentado en la palabra, existe y es relativo, porque al contrario de los hechos de la vida, se trata de un borrador que puede corregirse o modificarse. La relatividad de lo narrado es porque, como en “Examen de la obra de Herbert Quain”, de Borges, es posible que el relato tome un camino u otro distinto.

En uno de los cuentos de Gustavo, aparece (reaparece) la conocida frase de Shakespeare en La tempestad: “Estamos hechos de la misma materia de los sueños. Nuestro pequeño mundo está rodeado de sueños”. Su mitomanía, que tanto me irritaba en el trato personal, es, ahora lo comprendo, su capacidad de inventar, de escribir, de hacer ficciones. Su creencia, en fin, de que lo que se escribe equivale a lo real.

Transcripción por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz