Sergio Galindo (1926-1993)

Por Fernando Salmerón

Recordación de Sergio Galindo

Salmerón, Fernando, “Recordación de Sergio Galindo“, Revista de la Universidad de México, 534-535, 1995.

La Academia Mexicana rinde homenaje esta noche a tres de sus miembros, que fallecieron entre 1993 y 1994: un ilustre humanista y filósofo; un gran poeta religioso; y un notable escritor cuya obra narrativa es, como la obra de cada uno de los anteriores en sus distintos campos, pieza clave de la cultura mexicana en la segunda mitad del siglo.

He entendido el encargo que me corresponde, la recordación de Sergio Galindo, como fundado en la amistad fraternal que me unió a él durante más de cuarenta años, de ninguna manera en mis capacidades para la crítica literaria –de las cuales lo menos que podría decir es que nunca antes fueron puestas en práctica. Intentaré, por tanto, evocar esa larga amistad, con algún recuerdo preciso que puedo poner en relación con uno de sus textos literarios que han sido menos estudiados por la crítica, y llamar la atención sobre un aspecto de su obra tal vez no suficientemente valorado.

Conocí a Sergio Galindo –nos conocimos– en la ciudad de Xalapa, probablemente hacia 1946. Nos encontramos muchas veces, sin saludarnos por supuesto, sobre la misma acera de una calle empedrada por la que él volvía diariamente a la casa paterna, de su trabajo en una fábrica de persianas, y yo volvía a mi casa de huéspedes, después de mis tareas en una oficina de gobierno del estado. Ambos sabíamos quiénes éramos a nuestros 20 años, porque las curiosas “famas” provincianas de las poblaciones pequeñas no ocultan secretos. Sergio había leído textos míos en las revistas estudiantiles y sabía de mi decisión, a menudo repetida en conversaciones con mis amigos, de abandonar en algún momento los estudios de derecho para venir a México a estudiar filosofía. Por mi parte, yo sabía que él escribía novelas, cuyos manuscritos nunca circularon más allá de manos familiares pero sobre todo, respetaba profundamente su decisión –comentada entonces en los círculos universitarios xalapeños–, de no inscribirse en la Facultad de Derecho al terminar los estudios de bachillerato, en vistas a un proyecto de viajar a México a estudiar letras. La negativa de Sergio no era fácil de mantener, tampoco su proyecto extravagante, porque en su familia, al menos cinco de los hermanos mayores habían hecho estudios de derecho –los únicos que entonces se ofrecían en Xalapa–, y vivían del ejercicio de la profesión.

Al comentar 1949 nos encontramos en México, en uno de los corredores de Mascarones, el antiguo local de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional; lo acompañaban otros dos alumnos del primer año –Jaime Sabines y Jesús Arellano–, a quienes había preguntado por mí porque sabía de mi viaje a México. Por distintos caminos pero en la misma fecha, ambos habíamos logrado nuestro propósito. Esta vez nos saludamos como si nos hubiéramos conocido de toda la vida y juntos iniciamos las amistades literarias de nuestra generación, a admiración por los mismos maestros y el descubrimiento de la gran ciudad. En la facultad, Sergio me acompañó a muchas lecciones de Gaos y yo fui con él a escuchar las de Agustín Yáñez, Justino Fernández y Carlos Pellicer, las de Ruelas y Fernando Wagner –aunque a los cursos de teatro los dos asistíamos llevados por el entusiasmo de un tercer veracruzano: Emilio Carballido.

Aunque Sergio Galindo fuera un lector infatigable y crítico, o tenía interés en llegar a ser maestro de literatura. Le preocupaba tener experiencia en la vida y conocer otras literaturas; además de dominar el idioma y aprender de otros escritores, técnicas y estrategias para ordenar la estructura de sus relatos. Antes de terminar sus estudios de letras viajó por primera vez a Europa, en fechas todavía no demasiado alejadas del fin de la Segunda Guerra, y vivió un tiempo en París. En esa ciudad tuvo una experiencia desagradable, que procuraba no recordar en sus conversaciones: al salir de la Cité Universitaire y atravesar distraídamente el Boulevard Jourdan, fue arrollado por un vehículo –y después detenido bajo la absurda sospecha de intento de suicidio. En el cuento que le da nombre al libro ¡Oh hermoso mundo!, escrito muchos años más tarde, reconstruyó, sin embargo, el personaje Adán, el momento de volver en sí después del accidente, en una comisaría parisina.

A su regreso a México trabajó como inspector de migración en la Secretaría de Gobernación y allí empezó a escribir su primera novela, La justicia de enero, como una reacción moral en contra de ese ambiente cruel y burocrático. Una beca del Centro Mexicano de Escritores hizo posible la redacción completa del libro, que Sergio dejó en manos de los editores al volver a Xalapa para incorporarse a la Universidad Veracruzana. La justicia de enero, junto con la primera novela de Carlos Fuentes y la primera de Luisa Josefina Hernández, contribuyó a dibujar la temática urbana como una de las características más propias de toda una generación de narradores de las letras mexicanas.

Puedo decir que estuve cerca de Sergio Galindo durante el tiempo en que trabajó en esa novela, por eso me llamó la atención su manera de encarar la circunstancia y de transformarla en literatura. En repetidos encuentros le oí leer –como le gustaba hacerlo entre amigos–, capítulo tras capítulo, los que vinieron a integrar el volumen. Después de la lectura, se prolongaba la conversación sobre la génesis de las situaciones inspiradoras, los recursos empleados en la construcción de cada personaje, la forma de dibujar sus rasgos de carácter y de lograr dimensión de profundidad.

No quisiera detenerme en esta novela primeriza, a partir de la cual Sergio inició un esfuerzo de disciplina y depuración de su estilo y sus procedimientos, porque quiero dar cuenta de otro ejemplo notoriamente más sencillo y aún más cercano. Pero todavía debo adelantar algunos antecedentes.

La fecha en que Sergio Galindo terminó su relación con el Centro Mexicano de Escritores vino a coincidir con la renovación de autoridades de la Universidad Veracruzana, en Xalapa, y yo pasé a ocupar la secretaría general al tiempo que el doctor Aguirre Beltrán se hacía cargo de la rectoría. De común acuerdo presentamos al rector un nuevo proyecto de reorganización de las ediciones universitarias y, en los primeros días de 1957, Sergio tomó posesión del Departamento de Publicaciones, desde donde cumplió, en los siguientes 8 años, la extraordinaria labor de todos conocida. Eran tiempos en que nuestro país no tenía las editoriales que vinieron después y Sergio Galindo supo llenar ese hueco. De manera que lo que comenzó como un proyecto que equilibraba traducciones y libros escritos en castellano, acabó exclusivamente en lo segundo. De las traducciones, sin embargo, me parece indispensable citar aquí la de E. M. Forster, Aspectos de la novela, que apareció en 1961 en una versión espléndida de Francisco González Aramburu, entonces profesor de filosofía en Xalapa. Es preciso citarla, en primer lugar, por el entusiasmo con que Sergio recomendó su edición y se ocupó de ella; en segundo lugar porque siempre la vio como un texto magistral acerca de lo que el novelista debe saber –más que como un bello libro de crítica literaria. Puedo decir por esto –aunque no sólo por esto–, que ningún otro libro ejerció sobre Sergio, en el orden formal, una mayor influencia, desde los años de redacción de El bordo. Y esto vale lo mismo para sus escritos llamados realistas que para aquellos en que domina la fantasía, parte cuyo encanto parece ser el de no estar situados en lugares y tiempos históricos precisos. Lo mismo para los que responden de manera inmediata a una situación vivida, que para aquellos mantenidos en la memoria por largo tiempo, como una obsesión, y expresados con un lenguaje cuya poesía cubre al relato de misterio.

El más hermoso de sus relatos de misterio fue leído en esta misma sala hace 20 años por el propio Sergio Galindo, en un inusitado discurso de ingreso, al que respondió con fina inteligencia don José Luis Martínez, el académico que ahora nos preside. Aquella noche presidía don Agustín Yáñez. Al recordar el hecho en forma tan escueta quisiera sugerir dos cosas y enlazarlas: hasta qué punto estaba Sergio convencido de ser un narrador que, dispensado de ejercitar otros géneros como el ensayo, reafirmaba la clara vocación de su adolescencia xalapeña. Pero además, hasta qué punto mantenía también como reforzamiento de intuiciones propias, la tesis fundamental del libro de Forster: que el aspecto esencial de la novela es el relato; el único rasgo común; el espinazo sobre el que montan todos los demás ingredientes literarios más o menos admirables.

Podría añadir también, entre paréntesis, una curiosa coincidencia: que Sergio y yo pudimos reunirnos nuevamente en México, aunque esta vez no en igual fecha, gracias a los nombrados –los señores Yáñez y Martínez–, que nos abrieron las puertas de la Secretaría de Educación Pública cuando el clima político de Xalapa comenzó a ser incómodo para nosotros.

Al lado de El hombre de los hongos, el bello texto que Sergio presentó para su ingreso en esta Academia, es posible leer Este laberinto de hombres, el más desnudo y desprovisto de galas literarias de todos sus relatos. Sergio escribió al menos dos versiones, una de las cuales es un monólogo para teatro. La publicada, en dos compilaciones de sus cuentos, con ligerísimas variantes, es la relación descarnada de la conversación del propio autor con uno de los celadores de la cárcel que visitamos, que en el cuento aparece transformado en protagonista de una de las historias que escuchamos aquella mañana de 1963. Los visitantes –aludidos en el relato–, éramos cuatro amigos universitarios, y guiaban la vista: el director de la prisión, el médico y dos celadores armados que, junto con el guardián de la reja de la entrada principal, constituían la totalidad del cuerpo de dirección y vigilancia de turno, de un imponente local en que habitaban cerca de mil quinientas personas. Hablo de la Fortaleza de Perote, una construcción del siglo XVIII, que entonces funcionaba como cárcel del estado, para los sentenciados con las penas más altas de todos los municipios veracruzanos. Ya se comprende que la verdadera vigilancia y la organización misma de la marcha del penal no estaba a cargo de quienes guiaban la visita –y cualquier cosa que a esto se pueda añadir no será sino una mancha en el telón de una escena dantesca.

Aquella mañana recorrimos los varios patios de la fortaleza, en uno de los cuales asistimos al inicio de un partido de baseball –sobre un piso de piedras y de hoyancos–, en el que yo lancé la primera bola; entramos a la cocina y a la panadería; vimos la celda 17, utilizada para los castigos; conocimos el nuevo taller de carpintería, que era el objetivo real de la visita; y, finalmente, “la lagunilla”: un verdadero laberinto de construcciones de madera y papel, cuyos innumerables recovecos funcionaban como mercados de todas las cosas y servicios a que los seres humanos son capaces de poner precio.

Sergio Galindo no pudo resistir o, simplemente, no quiso hacer toda la visita y enseguida pidió volver a la reja principal, con el pretexto de una rodilla lastimada. Pero allí oyó, de labios del guardián, las mismas anécdotas recientes que escuchamos nosotros como ilustraciones de cada uno de los tramos de nuestro recorrido. En el cuento, sin cambiar apenas las historias oídas, añade rasgos a la conducta de los personajes para darles la mínima profundidad que requiere un relato tan sobrio e inventa detalles de las situaciones, que permiten comprender su comportamiento. Pero además, enlaza una con otra las historias oídas para crear entre todas un mundo de ficción, que con unos cuantos trazos reproduce la verosimilitud de aquella espantosa realidad contemplada. Y encima de todo, altera el pretexto de la rodilla lastimada para introducirse él mismo en el relato y funcionar como interlocutor de uno de los personajes que ya son creación suya. Es sin duda el personaje más hondo del relato, en el sentido de profundidad humana, cuya historia terrible es por sí misma inolvidable: el hombre que, cumplida la condena, sale a la vida de la ciudad que habitan los hombres libres entre quienes no sabe comportarse; y es tal su angustia que decide volver a la prisión, que es un mundo siniestro pero seguro, porque sus reglas son conocidas –y en él no están ausentes ni la amistad ni la ternura.

Pero no me interesan las habilidades del narrador para cumplir con sus propósitos –y quizá tampoco pudiera precisarlas. He querido recordar una experiencia que también es mía, porque a partir de ella pude comprender que en los propósitos de este narrador que era Sergio Galindo, reproducir la realidad y hacer de las personas personajes significaba desdoblar esa realidad: para mostrar a sus lectores que la vida cotidiana –aún la más miserable y sórdida, como la de Este laberinto de hombres–, si contiene hombres, contiene también valores morales.

Esto mismo se puede decir en palabras de Forster, que cito literalmente: “lo que la novela, en su integridad, hace –si es buena novela–, es abarcar la vida según los valores”. Justo lo contrario de la propaganda del predicador o del ejercicio abstracto del ensayista: el relato expresa la vida en su integridad –y al hacerlo descubre los valores.

Tal intento, dice Forster en otro lugar, exige un tono de voz que se filtra en el estilo del narrador y lo distingue del profeta, que es el apasionado de las grandes tradiciones religiosas que nos pide compartir algo que está más allá de nuestras propias experiencias. Sabemos que esta orientación poética no se da en Sergio Galindo, aunque en sus años jóvenes la influencia de Graham Greene y de François Mauriac lo hubieran acercado a ese camino. No hay en sus intentos de madurez la pretensión de desbordar el mundo humano, aunque descubra en su interior un mundo de valores que lo trasciende. Pero las reflexiones de sus personajes no están guiadas por una concepción del mundo, y su prosa deja entrever apenas una filosofía que contradice a las morales convencionales, en nombre de una visión de la amistad y la justicia, tan claramente orientada a la sociedad de los hombres que no parece requerir sustento de realidades trascendentes. En el ejemplo recordado, la cárcel no es el Mal con mayúscula: es solamente este laberinto, por lo demás bastante parecido a otros.

De todos los escritos de Sergio Galindo: de los llamados realistas, de los nacidos de la fuerza de su fantasía, y aún en tragedias purificadoras, es preciso reconocer que son relatos profundamente humanos. Guardan en su interior los valores del amor y de justicia, de amistad y de ternura, que supo descubrir su autor entre el laberinto de los hombres. Sus lectores de hoy, como los de los años futuros, no podrán menos que acercarse a ellos con igual afecto y amistad. Probablemente no serán multitudes –tampoco lo fueron en el pasado–, pero eso es parte del destino de los autores que se atienen al consejo de Forster, tan reservado frente a los profetas como frente a los excesos de la fantasía.

Prácticamente, el único consejo del libro de Forster es un llamado a la razón y al equilibrio o, como él prefiere decir, con palabra inexacta, al eclecticismo. Lo cito ahora literalmente:

La mayoría de nosotros seremos eclécticos, de este o de aquel lado según nuestro temperamento. La mente humana no es un órgano decoroso, y no veo cómo podemos ejercitarla sinceramente como no sea a través del eclecticismo. Y el único consejo que ofreceré a mis colegas eclécticos es el siguiente: “no estéis orgullosos de vuestra incongruencia. Es una lástima que tengamos que estar equipados de esa manera. Es una lástima que el Hombre no pueda ser, al mismo tiempo, impresionante y veraz.

Transcripción por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz