Alejandro Rossi (1932-2009)

Por Fernando Salmerón

Años de aprendizaje

En Salmerón, Fernando. Obras. Perfiles y recuerdos

Si el título de este coloquio parece limitar sus materias solamente a tres temas  –“Lenguaje, literatura y filosofía” –, el subtítulo: “Aproximaciones a Alejandro Rossi”, autoriza que una aproximación pueda ser simplemente un recuerdo personal. De cualquier manera quisiera adelantar un par de justificaciones del contenido de esta intervención.

En otra oportunidad he tocado, en forma de relato, el papel que  Rossi desempeñó en ese breve capítulo de la historia contemporánea de las ideas en México, que puede llamarse el momento de la recepción de la filosofía analítica. Un momento del que yo, por mi ausencia de México en esos años, no podía tener una experiencia directa. Para la parte del relato que alude a Rossi, me tuve que valer solamente de fuentes documentales. Y aunque entonces no pude disponer de todas las pertinentes pienso que, en sus líneas generales, aquel recuento no es absolutamente infiel –y no quisiera volver ahora sobre ese capítulo. Me ha parecido que esta vez podía dispensarme de acudir a los escritos de Rossi, e intentar otra clase de relato apoyado tan sólo en el recuerdo de la propia experiencia personal.

Todavía podría añadir una segunda justificación. Más de una vez he estado tentado –casi siempre por incitación de otras personas–, de escribir unas líneas de recuerdo de mis años de aprendizaje, sobre todo en razón de que esos años se cruzan con los de otros amigos o conocidos, cuya labor posterior ha venido a tener un lugar en la literatura o en la filosofía –y, en general, en la historia cultural y académica de México. Esta vez he caído en la tentación, movido por la oportunidad de unir en mi recuerdo algunos acontecimientos de los primeros años de la vida de Rossi en esta Facultad de Filosofía.

Al comenzar a redactar estos apuntes, han venido a mi memoria las imágenes de dos etapas de mi vida en que Rossi y yo hemos trabajado juntos: la más larga, de unos 5 o 6 años, entre 1967 y 1972, en que estuvimos al frente del Instituto de Investigaciones Filosóficas –él como secretario, yo como director–, en una colaboración estrecha que no tuvo ninguna interrupción, hasta que Rossi se separó para cumplir con otros encargos universitarios. Pero de esta época del Instituto publiqué, hace 14 años, una reseña, que no he vuelto a leer pero de la que creo que habría poco que rectificar, a pesar de que fue escrita deliberadamente con la intención de excluir cualquier referencia a relaciones personales.

La otra etapa de cercanía con Rossi en las tareas cotidianas es anterior: va de los comienzos de 1951 a 1957, pero con un corte intermedio iniciado probablemente al terminar el año de 1955. En esto no me resulta fácil precisar la segunda fecha, pero tiene que coincidir con el viaje de Rossi para continuar estudios en Fribugo de Brisgovia; cercano a mi traslado a Xalapa en enero de 1956, para comenzar allí mi trabajo como profesor en la nueva Facultad de Filosofía y Letras. A Xalapa se integró Rossi como profesor en julio de 1957, pero solamente por un semestre, porque al comenzar el curso siguiente pasó como investigador a la UNAM, en el entonces Centro de Estudios Filosóficos.

Pues bien, de estos años que van prácticamente, de la llegada de Rossi a la ciudad de México, como estudiante de primer año en esta Facultad de Filosofía, a la fecha de su ingreso como investigador en el Centro –me parece que en enero de 1958–, quiero traer aquí algunos recuerdos que supongo comunes. La carga de afecto que pongo en el relato es propiamente la materia de mi homenaje.

Pero tengo también la pretensión de que no es por completo inútil contribuir a dibujar las formas de la colaboración intelectual, que cada sociedad suele propiciar al interior de sus instituciones académicas. No estoy bien enterado de cómo los jóvenes de ahora –me refiero a los estudiantes de filosofía–, matizan las relaciones que derivan de su trato durante los años de aprendizaje. Tampoco me atrevería a decir que puede darse alguna conexión entre las doctrinas filosóficas que se estudian y determinadas formas de interacción. Lo que puedo asegurar es que pasados los dos primeros años de la década de los años 50, no se daban entre nosotros sociedades secretas o semisecretas, o grupos de discusión filosófica, al estilo, por ejemplo, de las universidades inglesas. Los años polémicos y agresivos que la universidad había vivido en los periodos anteriores estaban llegando a su fin y las agrupaciones filosóficas iniciaban entonces una etapa de desintegración. Incluso el Hiperión– al que ni Rossi ni yo llegamos a incorporarnos–, que a pesar de sus orígenes estudiantiles y estrictamente académicos, había venido a desempeñar, como grupo, un papel notorio en aquel ambiente polémico. Pero si no llegamos a incorporarnos al Hiperión en sus últimos años activos, ambos trabamos amistad cercana y perdurable con la mayoría de los miembros del grupo.

El Hiperión había nacido, según me dijo alguna vez Jorge Portilla, en atención a una sugerencia de García Bacca, como un grupo de lecturas filosóficas, para resolver, entre iguales, los problemas que planteaba la comprensión de un texto.

Las participaciones públicas y las campañas polémicas vinieron más tarde. Finalmente, el grupo sobrevivió como centro de actividades de una generación y como nombre de batalla… perdidas por completo las tareas iniciales cuando algunos de los miembros del grupo –Villoro, el primero–, comenzaron la inevitable peregrinación europea. Pero el hábito de la lectura compartida de los textos difíciles –que era el verdadero espíritu de Hiperión– fue mantenido aparte por Jorge Portilla, con quien leí en 1949, en una habitación interior de la calle de López, pasajes del “Prefacio”, la “Introducción” y el primer capítulo completo de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, en horas robadas a nuestras respectivas tareas burocráticas: las de él en Petróleos Mexicanos; las mías en el Departamento del Distrito Federal.

Ese año de 1949 era mi primer año de estudiante de filosofía en la vieja casa de Mascarones y, gracias a aquellas lecturas, pude incorporarme con provecho al curso que Gaos iniciaba sobre Hegel y sus otras lecciones –naturalmente, como mero oyente; porque como alumno inscrito debía seguir las asignaturas a que me obligaba el plan de estudios. Las lecciones que Gaos dictaba, durante las dos últimas horas de la tarde, los martes y los jueves, en una de las pequeñas aulas del segundo patio de Mascarones, fueron para mí toda una experiencia de grupo filosófico, sino precisamente de escuela; de la jerarquía de las generaciones; y de la distante relación –por lo menos para los más jóvenes–, entre discípulo o maestro. Al fondo del aula, ocupaban los pupitres más cercanos a la pared, al menos una tarde por semana, los de mayor edad: O’Gorman, Justino Fernández, Tomás Gurza y alguno más. En las filas siguientes, delante de ellos, se sentaba Leopoldo Zea, Vera Yamuni y algunos otros menos asiduos. Después venía la generación del Hiperión: Uranga, Portilla y Guerra eran los más puntuales –Villoro trabajaba ese año en su tesis de maestría y enseguida marcharía a Europa. Y en la primera línea de pupitres, ya casi frente a la mesa ante la que Gaos se sentaba para explicar su clase, los más jóvenes –los recién llegados– y algún fortuito visitante.

A este grupo reducidísimo de los más jóvenes se unió Rossi, también como oyente, al comenzar el año escolar de 1951 en que se inscribió como alumno del primer año de la Facultad. Justo su condición de alumno de primer año lo excluía de participar en el seminario sobre La ciencia de la lógica de Hegel, en que Gaos transformó, a partir de ese semestre, sus lecciones del año anterior. Su asistencia a los cursos de Gaos quedaba reducida, por tanto, a una sola vez por semana.

Mi trato con Rossi, sin embargo, no comenzó en el aula de Gaos, aunque allí vino a reafirmarse. En 1951 yo había recibido un nombramiento en la Facultad como profesor ayudante –a pesar de ser todavía un alumno de tercero–, y estuve encargado casi todo el año escolar del curso de Introducción a la filosofía, una asignatura obligatoria para los estudiantes de primer año. Desde el inicio, no pude menos de distinguirlo del resto del grupo y de entablar con él un trato directo, que enseguida puso al descubierto más afinidades que diferencias. Rossi venía de Estados Unidos, donde había pasado una temporada no demasiado larga, después de concluir su bachillerato en Buenos Aires. En una universidad de California había asistido a las clases de Vicente Gaos y al parecer, en sus conversaciones con él había ido madurando el proyecto de venir a hacer estudios de filosofía con el hermano radicado en México.

Nuestras afinidades no derivaban solamente del mismo proyecto de formarnos al lado de Gaos –tampoco de las lecturas establecidas en el curso de Introducción a la filosofía: Platón y Jaeger, por ejemplo. Derivaban fundamentalmente de nuestras lecturas previas; de las que no estaban ausentes las filosóficas pero que eran, ante todo, literarias. Aunque con alguna diferencia en la edad, pertenecíamos a una generación latinoamericana que dedicó buena parte de su adolescencia a la lectura de los escritores españoles del 98, y a los que le siguieron hasta Gómez de la Serna. De alguna manera, el exilio había prolongado entre nosotros la presencia de esa tradición, mientras que la Guerra Mundial parecía haber cortado la de las otras literaturas europeas, cuando no se trataba de las figuras consagradas. Por supuesto, también habíamos leído muy seriamente a Ortega y, a través de sus libros, nos habíamos formado una idea de la filosofía y, en general, de la cultura contemporánea. Pero en punto a literatura, no nos acercaban menos nuestras diferencias, reforzadas con la avidez de ambos de colmar lagunas. Con libros que yo le prestaba, Rossi empezó a adentrarse entonces en la literatura mexicana. Con libros suyos descubrí yo la literatura argentina, con entusiasmo que vino a culminar en un periodo de vacaciones largas, en que guardé en mi cuarto de azotea su colección completa de la revista Sur –y allí gasté tardes enteras en el hallazgo y goce de muchas páginas firmadas por nombres predilectos.

La cercanía mayor, de cualquier manera, era una consecuencia de los cursos de Gaos. Rossi no había ingresado al seminario sobre Hegel en 1951, pero cuando al año siguiente fue aceptado por Gaos, este no dejó de sorprenderse de que estaba “al corriente”, no sólo de la manera de trabajar sino de la lectura misma del texto. Con el gran libro de Hegel habíamos iniciado Rossi y yo, en 1951, una serie de lecturas compartidas que se prolongó por varios años, con una asiduidad y perseverancia que no resisto a ilustrar con otro ejemplo. Porque esa perseverancia tenía que luchar contra otras ocupaciones absorbentes: por un tiempo tuve todavía que cumplir, por las mañanas, con humildes funciones burocráticas –hasta que una beca me permitió liberar esas horas y aceptar solamente unas clases de bachillerato. Rossi, por las mañanas tomaba clases particulares de alemán y de griego. Pero por las tardes, los dos teníamos que asistir a los cursos normales de la Facultad de Filosofía; los dos emprendimos y realizamos en esos años, uno después del otro, nuestras tesis de maestría; nuestros respectivos e inevitables noviazgos, matrimonios y nacimiento de nuestros primeros hijos –todo combinado con cambios de domicilio por diferentes rumbos de la ciudad. Y sin embargo, aquellos seminarios privadísimos, casi siempre iniciados al acabar las faenas del día, apenas conocieron alguna suspensión excepcional o cambio de horario.

El recuento de las lecturas de esos años no da un saldo insignificante. Hegel fue quedando a un lado a medida que su lectura tomó el ritmo del seminario de Gaos, que cada quien preparaba por su cuenta –salvo reuniones para pasajes que nos parecían excepcionales por su dificultad. Lo mismo sucedió con Heidegger, cuando Gaos retomó en sus cursos el comentario de algunos opúsculos: ¿Qué es metafísica?, La constitución onto-teológica de la metafísica y alguno más, que seguimos con la copia mecanográfica de sus propias traducciones. Pero el  ejemplo que quiero recordar, para no mencionar otros menores y en consideración al interés que pusimos en preparar todos los detalles, fue nuestro “plan Sartre”. Nos pareció entonces, la oportunidad de acudir sin ayuda a los textos originales, aunque ahora pienso que también compartimos un deseo no declarado de invadir el campo que parecía exclusivo del grupo Hiperión.

De Sartre leímos: La trascendencia del ego, en unas fotografías del texto que nos había proporcionado el doctor Manuel Cabrera; algunos ensayos seleccionados de Situaciones; La imaginación; Esquema para una teoría de las emociones; Lo imaginario, y las casi 700 páginas de El ser y la nada, sin saltar una línea e interrumpiendo a veces para hacer alguna comparación con el libro de Heidegger.

Aunque debo añadir que de El ser y la nada dejamos sin leer, para hacerlo después cada uno por su cuenta, las últimas 50 o 60 páginas. Las reuniones se interrumpieron por el viaje de Rossi a Alemania, y mi traslado a Xalapa para organizar la Facultad de filosofía y Letras. Pero todavía hubo oportunidad de reanudarlas una vez más, precisamente en Xalapa, durante el segundo semestre de 1957, cuando Rossi se incorporó, a su vuelta de Alemania, a aquella facultad recién nacida.

En la habitación de un hotel de la calle de Lucio, cercano al edificio de la Universidad Veracruzana en que yo trabajaba, emprendimos en esos meses, en sesiones menos asiduas, la lectura del ensayo sobre Nietzsche de Holzwege, esta vez directamente sobre el texto alemán.

No podría decir ahora si aquellas lecturas compartidas, más atentas a registrar la exactitud de las descripciones y a descubrir en el texto la huella de otras filosofías, fueran además un buen ejemplo en el análisis de cada paso de la argumentación. Lo que puedo asegurar es que no faltaba en ellas un sano escepticismo crítico; tampoco la pasión por la profundidad filosófica y el amor al detalle. Pero ante todo, lo que he querido subrayar es que eran ejemplo de una relación intelectual guiada por el ánimo de la colaboración entre iguales –nunca una forma emponzoñada por la rivalidad o el espíritu de competencia.

Al recordar este aspecto de mis años de aprendizaje, he querido también dibujar una forma de colaboración intelectual que siento inseparable de aquella Escuela de Mascarones en que Rossi y yo nos formamos –y en alguna medida de la Escuela de Xalapa que, años después, ambos contribuimos a crear. Inseparable también de una larga amistad –a veces distante, pero no interrumpida–, con Alejandro Rossi, cuyos 60 años, cargados de frutos filosóficos y literarios, celebramos ahora.

Transcripción por Antonio Saborit

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz