María Elvira Bermúdez (1916-1988) y Salvador Reyes Nevares (1924-1993)

Por Juan José Reyes

Vidas paralelas

Juan José Reyes, “Vidas paralelas”, en Siempre! Presencia de México, 22 de diciembre de 2012.

A finales de 2012, María Elvira Bermúdez habría cumplido cien años y Salvador Reyes Nevares noventa. Ambos siguieron vidas paralelas, que tuvieron intersecciones decisivas, como puede adivinarse. Más que una suegra y un yerno fueron un par de amigos que, como todos los amigos, tuvieron sus diferencias pero supieron atesorar numerosísimos bienes en común. Escribo estas líneas más por un impulso sentimental que por reflexiones o siquiera recuerdos convocados. Ambos nacieron en el estado de Durango y los dos muy tempranamente fueron traídos a la Ciudad de México. Era aquella una ciudad muy diferente a la que ahora padecemos. El número de habitantes andaría por el par de millones, no mucho más, y su aire era del todo transparente. Se construían entonces las instituciones generadas por el aliento de la Revolución y parecía, en efecto, que no había “más ruta que la nuestra”. Tanto María Elvira —llamé así siempre a mi abuela al sobrepasar mi infancia— como mi padre se aficionaron a leer y a escribir desde que fueron muy niños. No olvidarían nunca aquellos libros primeros. Salgari y Julio Verne, en el caso de ella, y Cervantes y Dumas en el de él. Los dos estudiaron Leyes; María Elvira en la Escuela Libre de Derecho —en la que sería mujer pionera—, y mi padre en la Universidad Nacional. Escribían ya, muy pronto, muy en serio. No resultaba fácil en México para una mujer, durante casi todo el siglo anterior, dedicarse a las labores intelectuales. Buena parte de aquel tiempo el país pareció más cercano al siglo XIX que a una modernidad más razonable en este sentido. María Elvira sufrió aquellas desventajas con paciencia y sin resignación. Fue una inconforme tenaz en todos los planos. Casó cuando era joven y no tardó en separarse de un hombre con el que no pudo ser feliz. Vivió con su abuelita y sus papás y con su hija —mi madre—. Pronto murió el padre y quedaron sólo las mujeres en la casa de la calle de Flora en la colonia Roma. ¿Cuánto quiso a su padre? No lo sé de cierto; sé que lo quiso, pero tal vez desde una cierta distancia. ¿A su madre? Con mi bisabuela, me consta, sostuvo una relación de más bajas que altas, y las altas no lo fueron mucho. Abis (ahora no sé escribir el nombre, si con la b alta o con la uvé), como llamamos a Elvira Natera, era una mujer dominante que vivió instalada del todo y sin disimulo en otros tiempos. Recuerdo una vez que murió una vecina de la calle de Flora. Era domingo. Mi hermano mayor y yo pusimos en la tele los toros, como siempre. No había comenzado el paseíllo cuando ya había entrado velozmente María Elvira (Vivi, la llamamos todos los niños, es decir los nietos y nuestros amigos) y nos pidió apagar el aparato. La miramos sorprendidos e incrédulos. “¿Qué dirá mi mamá si los oye viendo la tele?”. De seguro me enojé muchísimo (ya era yo un huertista de hueso colorado, por Joselito) pero tuvimos que acatar mi hermano y yo la disposición aquella —más por solidaridad con la abuela atribulada que por la probable furia de la bisabuela enérgica y vetusta—. Discutían las dos muy a menudo. Se peleaban. María Elvira tenía un solo poder: el de la argumentación, pero sin falta terminaba vencida por el de Abis, poseedora de un arma fulminante: los desmayos. Se dejaba venir de frente hacia el suelo, y azotaba como regla o como res y quedaba minutos largos y oscuros sobre las duelas de madera, a medio pasillo. Pablo mi hermano y yo teníamos que saltar su cuerpo enorme (era una mujer alta, blanca como la leche, y robusta como un tanque de gas) para entrar al baño. No puedo acordarme por qué peleaban pero puedo imaginarlo. Sí tengo en la memoria que aquella tarde nos las ingeniamos para poner en el radio la corrida y escucharla en la voz de Paco Malgesto. No pudimos pasar del primer toro. Recuerdo también que cuando despertábamos en la casa de Flora teníamos que ir hasta el lecho de Abis, ponernos de rodillas a su vera y repetir sus oraciones. Mientras tanto, María Elvira estaba ya escribiendo, o su diario o alguno de sus artículos o algún cuento. María Elvira fue muy aficionada al futbol, como supieron sus amigos. Con el poeta Efraín Huerta intercambiaba banderines del Atlante, equipo de los amores de ambos. A la pregunta por su partidarismo un día nos respondió: “Conmigo trabaja en la Suprema Corte Fulanita, que es tía de Larrasolo” (quien a su vez era lateral derecho de los “prietitos del general Núñez”). En su estudio, que ella nombraba “la guarida”, tenía uno de aquellos banderines, vecino a una fotografía de Ramón López Velarde y a una oreja de toro bravo que le había aventado a la tribuna el matador David Liceaga (“tan guapo él”). La afición de mi padre al futbol le dio grandes alegrías. Necaxista, fue un fino espectador, inteligente, y llegó a entregar a la prensa varios artículos de muy buen éxito por su lucidez y limpio ánimo de juego. Le gustaron también los toros, aunque mucho menos, muy probablemente no tanto por las corridas mismas sino por su público, de tonta frivolidad casi todo. Pero estos paralelismos, que distan de ser meramente anecdóticos, son menores, mucho menores que los demás. Tanto la una como el otro tuvieron interés en la política y entregaron a ella varios de sus afanes mejores. Los dos desde muy jóvenes ingresaron en el sector popular del PRI, a la CNOP. María Elvira fue una tenaz y afortunada luchadora en favor del voto femenino. Mi padre cumplió, con lucidez, una labor ideológica, intelectual. Llegó por ello a ser diputado al Congreso de la Unión y a dirigir la Biblioteca del Congreso. Hacia el medio siglo aquel México pequeño aún quería crecer, pero antes quería conocerse, reconocerse. Dar con su carácter, su identidad. Nació entonces, en el patio de Mascarones y en los cafés del centro de la ciudad la inquietud de formar un grupo que con toda seriedad se diera a la tarea de indagar lo que ambiciosamente un joven filósofo llamó “el ser del mexicano”. En realidad aquel movimiento, centrado en el grupo Hiperión, tenía sus orígenes en las ideas de Ortega y Gasset propaladas en México por José Gaos y seguidas con amplia visión primera por Leopoldo Zea. La inquietud estaba viva en el México que había consolidado ya la Revolución. En el cine, la música, la pintura, el teatro, la narrativa, la poesía, lo nacional tenía dos caras que eran una en realidad: la de la búsqueda de las raíces y la del trazado del porvenir. A instancias de Leopoldo Zea, el aventajado discípulo de Gaos, se lanzó la colección México y lo Mexicano, en la que publicaron Alfonso Reyes, Paul Westheim, Luis Cernuda, José Moreno Villa, José Durand, César Garizurieta, Jorge Carrión, Mariano Picón Salas y algunos otros. Uno de los primeros libros de la serie fue El amor y la amistad en el mexicano de Salvador Reyes Nevares, un estudio riguroso, imaginativo de aquella sensibilidad, escrito sin concesiones, con intuición y la pulcritud y delicadeza que caracterizaron a la prosa del autor. María Elvira Bermúdez, animada probablemente por su biografía y desde luego por su poderosa observación, dio a conocer allí La vida familiar del mexicano, en la que a la crítica puntualmente feroz al machismo sumó una a lo que llamó el hembrismo, contraparte cómplice de aquel mal supranacional. Ambos estuvieron presentes en varias de las más importantes publicaciones literarias mexicanas, sobre todo en la Revista Mexicana de Cultura de El Nacional, dirigida entonces por el poeta español refugiado entre nosotros Juan Rejano, y que con los años mi padre llegó a comandar. Lo hicieron con extraordinaria puntualidad, no sólo en el sentido del tiempo, sino con excepcionales luces. En cuanto a la creación María Elvira ha dejado varios cuentos de corte fantástico, otros policiacos y algunos relatos notables, más libres, mucho menos atados a los requerimientos genéricos (me refiero a los de Encono de hormigas, para mí lo mejor de su obra). Publicó una novela policiaca. Diferentes razones tiene la muerte (con dibujos de mi padre en la edición original) y dejó inéditas cientos de cuartillas de ensayos reveladores sobre literatura detectivesca y negra. Mi padre también incurrió en el cuento con fortuna y en la novela. Publicó una de sesgo autobiográfico, Tiempo arriba, conmovedora y bien lograda, y dejó asimismo una inédita (aún en espera de ver la luz). Los dos se mantuvieron siempre ajenos a las mafias y a los grupos de poder cultural. Tuvieron entre los escritores amigos, no cómplices. Tal vez por eso no llegaron más arriba en la inevitable pirámide. Recuerdo la tarde de la muerte de María Elvira. A mi padre se le habían ido las palabras. Nunca lo vi tan triste. Había perdido a una amiga, a una compañera de muchas buenas batallas.

Transcripción por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz