Octavio Paz (1914-1998)

por Luis Ignacio Helguera

Retrato a lápiz de Octavio Paz

Luis Ignacio Helguera, “Retrato a lápiz de Octavio Paz”, Vuelta, núm. 259, junio de 1998, pp. 79-80.

Para Marie-Jo

Las manos

La más joven de las Doce manos mexicanas dibujadas por José Moreno Villa es la diestra de Octavio Paz, mano lozana, veinteañera, en la que el español destaca el tamaño pequeño, el aspecto infantil y la “postura del índice casi dolorosa”. Cierto que cuando escribía Paz se reconcentraba todo sobre la página en actitud algo infantil, y sin cesar llenaba la página esa letra también menuda, fina, redonda. Pero cuando hablaba, las manos crecían, acudían en auxilio de la voz débil, moldeaban la arcilla verbal, subrayaban la palabra: el brazo derecho se levantaba como una iglesia, la mano empuñaba una intuición luminosa y luego la soltaba, la dejaba volar como paloma. Como si la mano oprimiera una verdad en ciernes y, contrapunteando los ojos que se agrandaban y la voz que pronunciaba, el índice y el pulgar encendieran una chispa, abrieran fuego, arrojaran al aire una moneda, volado de palabra poética, ¿águila o sol?, águila de sol.

Los ojos, la risa

Los ojos eran de cielo que se abisma en el asombro. La risa, franca y piadosa, cerraba los ojos, mostraba los dientes, gruta de éxtasis. 

La voz, la mente

La voz era de viento, de ventarrón cuando se enojaba. Voz débil que, sin embargo, se imponía a las más poderosas cuando sonaba. Voz que se oía en Vuelta  todos los días, pendiente de cada detalle de la revista como de cada incidente de la realidad mundial; voz que se desdoblaba de manera insólita entre la intimidad de la poesía y la crítica del entorno político, en lucidez, sin tregua. 

Tenía la virtud oculta, propia de inteligencias superiores, de convertir cualquier asunto cotidiano, personal, en cuestión de interés universal. Le gustaba el teléfono tanto como le disgustaban los chismes. Disfrutaba en cambio alternar las reflexiones y las discusiones intelectuales con anécdotas que retrataban de modo característico a los escritores y artistas. El privilegio de dialogar con él producía avidez y temor: avidez de aprender de una de las mayores inteligencias del siglo; temor de confrontarla. Porque a Paz no le satisfacía la pasividad de su interlocutor: siempre quiso conocer al otro, confrontar sus diferencias, descubrir sus posibilidades y sus carencias (¿Pero cómo es posible que no haya leído usted a Mallarmé?). Despreciaba la adulación y apreciaba al que en algún punto se le oponía con argumentos. Vaya que su carácter era indomable, pero atemperado frecuentemente con tintes conmovedores de tolerancia: “Ya se sabe que el poema es infame, pero les suplico que lo publiquen, porque es de un hombre valiente y un amigo de la revista”. A Enrique Krauze, Aurelio Asiain, Roberto Tejada, David Medina, Gerardo Deniz y otros amigos nos regocijaban las oscilaciones mentales, los zigzags dialécticos que de tarde en tarde caracterizaban a esa máquina intelectual en ebullición constante:

Les envié un ensayo interesante de X sobre la censura.

Pensaba en voz alta sobre el tema, citaba a los autores fundamentales, improvisaba análisis radiantes, y al rato el ensayo había dejado de ser interesante:

Es un ensayo de veinte páginas que en realidad no aporta nada nuevo.

Más disquisiciones y, a los dos minutos, el corolario:

Y entonces, ya ven ustedes lo que tenemos que publicar: ¡pura mierda!

“Octavio —platicaba Marie Jo— lee todas las mañanas los periódicos y quién sabe cómo le hace para leer sólo lo esencial”. El interés en el mundo y en la juventud hacía a Paz más joven que cualquier joven. Su generosidad con los jóvenes que tenía cerca podía ser tan abrumadora que no dejaba de generar tensión. Comprendo bien a un amigo al que acometían ataques de tos cada vez que se acercaba a saludar a Paz: Pero ¿qué le pasa?, preguntaba extrañado el poeta, con esa voz cuya imitación nos hicimos loros maestros muchos de sus admiradores y alumnos. Irreverencia, pienso ahora, que nos permitía relacionarnos más familiarmente con él, acortar distancia, contrarrestar esa tensión, esa solemnidad que inevitablemente imponía su señorío, su mito tangible, su talla de hombre demasiado grande, hombre-árbol. 

La palabra

Todo en Paz —manos, ojos, risa, voz— convergía en la palabra, a la vez imagen y pensamiento. Fe religiosa en el poder de la palabra: Palabras que son frutos que son actos. Con Hölderlin dijo siempre Paz que el lenguaje no es del hombre, que el hombre es del lenguaje; el hombre es lenguaje, libertad bajo palabra:

Soy hombre: duro poco
y es enorme la noche,
pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en este mismo instante
alguien me deletrea.

Transcripción por Antonio Saborit

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz