Guadalupe Dueñas (1910-2002)

por Vicente Leñero

El huésped de Guadalupe Dueñas

Vicente Leñero: “Lo que sea de cada quien. El huésped de Guadalupe Dueñas” en Revista de la Universidad de México, núm. 46, diciembre de 2007, p. 106. (Online disponible en: Lo que sea de cada quien. El huésped de Guadalupe Dueñas | Revista de la Universidad de México)

Cuando concluyó la beca de la generación 1961-1962 del Centro Mexicano de Escritores, Guadalupe Dueñas nos ofreció una chamba como salvavidas. Se trataba de escribir telenovelas para Ernesto Alonso en Telesistema Mexicano. Gabriel Parra y Jaime Augusto Shelley dijeron no de inmediato. Aceptamos: Inés Arredondo, Guadalupe Dueñas por supuesto, Miguel Sabido y yo. 

De inmediato fuimos con Ernesto Alonso a su casa de las campanas, atrás de la iglesia del Carmen de San Ángel. El proyecto consistía en escribir en episodios una serie inspirada en el cuento de Pita Dueñas, “Guía en la muerte”, donde un fantasmagórico cancerbero del museo de las momias de Guanajuato cuenta a los turistas la historia de cada uno de los cadáveres desecados. Nosotros inventaríamos esas historias en diez capítulos de media hora. Arrancamos bien, aunque inexpertos en el género se nos dificultó de entrada someternos a los requerimientos del guion televisivo. Se le dificultó sobre todo a Pita Dueñas —siempre despistada, siempre en su mundo de visiones etéreas o terríficas— cuyos capítulos se le encogían a la hora de escribirlos a máquina. Y hacía trampa. Como no lograba llenar las catorce páginas exigidas, achicaba el formato de las hojas y ampliaba a discreción la interlínea. Ella entregaba catorce páginas de las suyas, pero en el momento de grabar, el capítulo duraba sólo dieciocho o veinte minutos. Entonces Ernesto Alonso nos ponía a Sabido y a mí, en plena grabación, sobre las rodillas, a inventar escenas y a inflar diálogos. Qué horror. —Esto no puede ser —se enojaba Ernesto Alonso—. Ayúdenla antes de que entregue. Escribe de maravilla, pero la televisión es la televisión y ustedes trabajan en equipo, ¿no? Sean responsables.

—Ayúdenme— repetía Pita Dueñas con sincera aprensión. Para atender esa llamada de auxilio acudí una tarde a su casa en la calle de Puebla, a tres cuadras de Insurgentes, al poniente. Se había atorado horriblemente—me dijo por teléfono— con un episodio a la Edgar Allan Poe titulado “El huésped”. No hallaba cómo rematarlo. 

La casa de la escritora, donde vivía con un hermano y una hermana, padecía el tiempo congelado de la mayoría de sus cuentos en Tiene la noche un árbol: muebles porfirianos de patas y molduras retorcidas, repisas y nichos sembrados de porcelanas, vitrinas de cristales biselados, cuadros antiguos enmarcados con hoja de oro, lamparitas de pantallas emplomadas, carpetas por dondequiera. De un momento a otro se iba a sentir, pensé, el roce de las sombras de las señoritas Moncada

La encontré en el estudio frente a su Olivetti, único objeto moderno en contradicción con todo. 

No se veía angustiada. Parecía haber encontrado al fin una solución a su huésped protagonista. Apenas cruzamos unas palabras se puso a teclear con velocidad para no ahuyentar la inspiración, me dijo como disculpándose. 

Me crucé de brazos y me puse a examinar la habitación con ojos de anticuario. Fue entonces cuando escuché por vez primera un extraño fragor, como de ronquido humano. Provenía sin duda del patio interior que se comunicaba con el estudio por una doble puerta con cristales cubiertos por cortinillas de raso. El ruido era lento, profundo; brotaba de un pozo, pensé. 

—¿No oyes ese ruido? 

—Cuál ruido —dijo Pita, sin dejar de teclear.

—Ése. ¿No lo oyes? 

—Ah, es un cachorro —dijo Pita. Se detuvo unos instantes pero no apartó la vista del papel enrodillado. 

—¿Un cachorro? 

—A mi hermano le encantan los animales. Al principio andaba por toda la casa, pero ya creció y lo pusimos en el patio. 

Mientras ella regresaba su atención a la máquina, avancé hacia la puerta encristalada para distinguir de lejecitos al perro de la familia Dueñas. Dudé por el miedo que he tenido siempre a los perros, pero al fin me atreví y abrí de golpe las dos hojas de la puerta. 

Qué perro ni qué perro. En la penumbra de la tarde, a dos metros de distancia, surgió entonces la mole corpulenta, increíble , monstruosa, de un león de verdad. Un terrible león, como escapado del Atayde, rugiéndome furioso: las fauces abiertas, la zarpa agitándose . 

—¡Es un león, Pita, es un león! —Y cerré la puerta, ahogado del susto. 

—No hace nada. Está encadenado—dijo Pita. Me miró con una sonrisa pícara y añadió: —Le voy a decir a mi hermano que se lo lleve. Tienes razón, ya creció. 

Iba a mostrarme el final de la escena pero ya no me detuve. Salí corriendo del estudio, de la casa, de la calle, como quien busca un refugio fuera de la selva.

Transcripción por Fernando A. Morales Orozco

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz