Edmundo O’Gorman (1906-1995)

por Héctor Aguilar Camín

ALGO SOBRE EDMUNDO O’GORMAN

La invención de México. Historia y cultura política de México 1810-1910, México, Planeta, 2008.

Poco después de la muerte del historiador mexicano Edmundo O’Gorman tuve una experiencia sobrenatural a propósito del título de su libro más célebre, La invención de América. Encontré en una librería de Madrid dos libros de títulos gemelos, llamado uno La invención de Europa y otro La invención de Irlanda. Decidí comprar esos libros en homenaje O’Gorman porque pensé que, si O’Gorman viviera, podría iniciar con estos títulos una colección de trofeos sobre su influencia. Después pensé que si O’Gorman viviera, cuando le llevara los libros sonreiría como si me viera descubrir el Mediterráneo, porque él ya tendría una colección de libros con otros tantos títulos inspirados en el suyo. Pensé entonces quién habría inventado el Mediterráneo, antes de que lo agotara Fernand Braudel, y escuché a O’Gorman reír a carcajadas en mi cabeza. Esa fue su vista sobrenatural.

Soy deudo de la tradición ogormaniana porque escribí el ensayo que da nombre a este libro, La invención de México, dedicado, desde luego, al propio O’Gorman. Un amigo chileno, escritor y director de una revista, lo leyó y me dijo:

—Quiero publicar el ensayo que escribiste porque me gustó mucho el título.

—Tienes razón —le respondí—, es un gran título.

—¿Cómo se te ocurrió?

—Es un título de Edmundo O’Gorman.

—¿O’Gorman el muralista?

—No, O’Gorman el historiador.

–¿Y ese O’Gorman quién es? —preguntó.

—Es un abogado litigante que se dedicó a estudiar la historia porque le gustaban mucho las ideas y las mujeres.

Como estábamos en un coctel no pude acabar de explicarle a qué me refería con la afirmación de que el historiador O’Gorman era un abogado litigante. Voy a tratar de explicarlo ahora.

En mi opinión, el tema de La invención de América remite a una cosa muy sencilla y muy difícil de entender en toda su profundidad: el hecho peculiarmente humano de que todo es historia, de que no hay nada en el reino del hombre que no esté recubierto, transformado, recreado, inventado por la historia. Por historia hay que entender aquí tanto el curso de las civilizaciones como las categorías que esas civilizaciones crearon para descifrar y recordar su experiencia. Edmundo O’Gorman fue, desde etapas muy tempranas de su trabajo, un historiador verdaderamente radical; de esos pocos historiadores que tuvieron el don de comprender lo que era la historia antes de ponerse a estudiar la disciplina o de haber escrito un libro de historia.

Más aun: diría que Edmundo O’Gorman no escribió ningún libro de historia en el sentido tradicional al uso; el tipo de historia que nos ha sido posible leer y aprender de muchos espléndidos historiadores y que es la reconstrucción de un suceso, una época, una vida.

O’Gorman no fue historiador en ese sentido. Fue un hombre que pensó más profundamente lo que es la materia de la historia. Creo que toda su obra fue una reflexión larga y avara, porque no es una obra muy abundante, sobre la índole misma de la historia.

Para O’Gorman la materia constituyente de la historia es que no hay en ella nada definitivo, ni nada absolutamente comprobable. Lo único que hay es la continua generación de conceptos, fantasías creencias, certidumbres y categorías para aprehender lo real, un magma siempre sujeto a la transformación de la realidad humana, una metáfora construida época por época de acuerdo con las necesidades y las fantasías de cada época. En torno a estas premisas, en su trayecto como historiador Edmundo O’Gorman desarrolló una línea de reflexión extravagante, difícil de compartir, de entender, de enseñar y de aprender.

Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares hicieron una antología de Quevedo, uno de los autores más difíciles de la lengua castellana. Todos aparentemente sabemos quién es Quevedo, hemos leído algo de él; creemos de alguna manera que Quevedo está con nosotros, en todos y cada uno de nosotros. Pero lo que descubrieron Borges y Bioy es que Quevedo no fue un escritor que haya sido consagrado por el público, sino que se trata de en realidad de un escritor para escritores, y que, finalmente, solo pueden reconocerlo los escritores. La posteridad de Quevedo está hecha de la forma en que ha sido leído por sus pares a lo largo del tiempo, a lo largo de los siglos. Este Quevedo tan familiar, y al mismo tiempo tan extraño, es de un linaje que comparte Edmundo O’Gorman, un historiador para historiadores cuya obra va creciendo al paso de las generaciones que lo frecuentan y en algún momento comprenden su propuesta.

Como buen autor de este linaje de autores secretos, al igual que Quevedo, al igual que algún otro poeta mexicano como Carlos Pellicer, O’Gorman fue muy mal editor de sí mismo. Hubo en él durante toda su vida cierto desdén aristocrático ante la idea de poner a circular sus textos de una manera efectivamente pública, al alcance de todos; como si supiera de antemano que la suya era una obra secreta y que en eso consistía su fuerza: en ser una obra que sus congéneres y sus postreros debían recoger como un tesoro que se busca en lugares de difícil acceso, a los que solo se accede con esfuerzos de iniciado.

Yo lo traté al final de su vida. Uno de los temas recurrenes en nuestras conversaciones era el relativo a la publicación de su obra. Le pedía que trabajáramos juntos para reunir sus textos y publicarlos en una colección adecuada y accesible. Contestó siempre a mi propuesta con una epecie de sorna: “Es muy complicado, ni siquiera sé dónde están los textos, tendría que revisar tantas cosas. Además… están tan llenos de errores”. Tenía una coquetería aristocrática en torno a sí, como si dijera: “Las piezas de ese calibre no se reparten en la oscuridad… Las tiene que encontrar cada quien”.

Algo de esto había detrás de su actitud, así como la esperanza soterrada de que alguien se pusiera al arduo trabajo de editarlo con la precisión, con la capacidad de reconstrucción histórica, la empatía y el rigor por los detalles que él puso en la edición de tantos clásicos de la historiografía mexicana, que son clásico porque él los editó, porque los leyó y los tradujo al código en el que nosotros vivimos para que esos clásicos se volvieran comprensibles para nosotros. Creo que después de tanto talento creado, inventado por su mirada en sus clases de historiografía, sus muchos alumnos deberían empeñarse en decirnos quién fue Edmundo O’Gorman en sus escritos y en sus libros y, desde luego, republicar su obra para hacer accesible este autor a la próxima generación de historiadores. Le debemos a Edmundo O’Gorman una buena edición de su obra.

¿Cuál es la actualidad de Edmundo O’Gorman? Él mismo, desde luego. La calidad y la inteligencia son siempre actuales, no necesitan apoyos para sostenerse y ser dignos de lectura y estudio.

Pero hay otras dos cuestiones en su legado.

La primera: O’Gorman es uno de los pocos historiadores mexicanos, si no el único, cuya historia parte de una visión universal. O’Gorman pensó la historia de México desde el pensamiento de Occidente. Cuando se ocupó de Bartolomé de las Casas, por ejemplo, lo hizo desde el centro del pensamiento renacentista, desde el cambio del pensamiento medieval al renacentista. En cada uno de sus trabajos, pensó su país —su tan querido país— desde la historia universal de las ideas de Occidente. Esta universalidad de intención y de mirada me parece una de las grandes riquezas de su obra, y una de las grandes enseñanzas que puede darles hoy a los historiadores del futuro, así como a los ciudadanos de esa aldea global que nos mira desde el horizonte.

La segunda cuestión, más específica pero igualmente importante, tiene que ver con la manera como Edmundo O’Gorman resumió en libros muy breves una visión de la civilización política de México.

Uno de los libros que al paso del tiempo para mí crece y se vuelve fundamental incluso a la hora de leer los periódicos —ya no digo para entender la política mexicana— es La supervivencia política novohispana. En ese libro está dicho de la mejor manera, de la más amorosa y patriótica de las maneras, cuál es el verdadero corazón de nuestra tradición política, por qué seguimos construyendo autoridades gigantescas, caudillos providenciales, dictadores benévolos, presidentes todopoderosos.

¿Por qué los caudillos son superiores a su sociedad? ¿Por qué los presidentes están por encima de los ciudadanos que no pueden acotarlos? No, porque la nostalgia monárquica novohispana es una constante larga de nuestra historia, una costumbre de nuestra cultura cívica que reaparece en todas partes, independientemente de que desde hace años estemos empeñados en tener otra racionalidad política, una racionalidad democrática.

Al final de su vida, O’Gorman veía con humor y escepticismo la facilidad con que tantos en la prensa escribían asegurando que lo que en México hacía falta era decisión para pasar a un régimen democrático y establecer elecciones libres. Se preguntaba de qué país estábamos hablando. Palabras más o menos, lo escucho decir:

–Ojalá fuera tan fácil como que una generación diga con la cabeza: seamos democráticos. La historia de nuestras costumbres dirá otra cosa.

Sin llegar a sostener que era imposible un cambio democrático en México, simplemente apuntaba la conveniencia de leer un poco de historia, entender de dónde venimos y qué somos. En la impaciencia con que las clases ilustradas veían la realidad política del país él encontraba similitudes con la impaciencia de los liberales del siglo XIX estrellándose con las supervivencias antiliberales novohispanas. Hoy, como hace dos siglos, México le parecía menos impaciente y menos ilustrado que sus élites.

Esta crítica de las ilusiones hizo que durante mucho tiempo O’Gorman apareciera ante mi generación como un historiador conservador. Se le veía como un hombre aristocrático y distante, escéptico del cambio y un tanto ciego a las injusticias de la sociedad. Pero precisamente en aquella distancia ante el barullo, en seguir pensando lo que había pensado, lo que había visto en la historia frente al voluntarismo de la política, está la grandeza de lo que escribió como historiador y de su actualidad como testigo de México.

Habrá otros vaivenes. Es posible que ahora se ponga un poco de moda leer a O’Gorman, justamente por las razones por las que antes estuvo fuera de lugar: Pero creo que lo que al final va a quedar es esa capacidad de mirar la historia como algo que cambia a su propio ritmo, como algo que está sujeto solo relativamente a nuestra libertad y que, sin embargo, es el fruto de nuestra invención, de nuestra imaginación, de nuestros actos y de nuestras necesidades.

No fui alumno de O’Gorman, pero en los últimos tiempos lo frecuenté y tuve incluso la osadía de introducir en el personaje de una novela algunos rasgos y algunas frases suyas. Una que me sorprendió, pero que me parece que lo describe cabalmente es la que mencioné al principio sobre su condición de abogado litigante.

—Yo no soy un historiador —me dijo una vez—. Yo lo que soy es un abogado litigante. A mí lo que me gusta es discutir a la manera socrática. Me gusta llegar a mi clase y decirles a mis alumnos: Ustedes son jóvenes y tienen mucha seguridad en la vida. Está bien que la tengan, pero déjenme tratar de hacer una pequeña oscuridad en la luz de sus cabezas, en esas cabezas donde ustedes creen que todas las luces están prendidas. Quisiera hacer una pequeña oscuridad en tantas luces: la oscuridad de la duda, para que, a partir de la duda, podamos empezar a pensar, a leer y entender lo que vamos a estudiar.

Desearía para este abogado litigante no que descanse en paz, sino que siga litigando con nuestras certezas, con nuestros prejuicios. Con nuestra idea de que las cosas no tienen malicia, que es posible aprehenderlas por un acto de voluntad o de razonamiento. Ojalá la obra de O’Gorman se quede entre nosotros como una oscuridad saludable en la claridad sin dudas conque tantos creen saber lo que pasa en el país; como un espíritu de duda sobre la historia que hemos vivido y la que nos falta por vivir.

Transcripción por Antonio Saborit

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz