Efrén Hernández (1904-1958)

por Rosario Castellanos

Efrén Hernández: un mundo alucinante

Rosario Castellanos, “Efrén Hernández: un mundo alucinante”, Juicios Sumarios, UV, Xalapa, Col. Cuadernos de la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias, pp. 34-38.

El Fondo de Cultura Económica, que ha propuesto dar a nuestra tradición literaria un aposento que conjugue la dignidad con la funcionalidad al editar obras tan decorosas como accesibles, ha incluido en su catálogo (en el que aparecen nombres tan importantes como los de Alfonso Reyes, de Federico Gamboa, de Sor Juana, como los de tantos otros que han transmutado la realidad mexicana en palabra universal) los trabajos de Efrén Hernández.

Por lo pronto es necesario declarar que se trata de un acto de injusticia. Efrén, por temperamento, por formación intelectual, fue un hombre que se apartó voluntariamente de las modas y de las corrientes imperantes para elaborar, a solas, un mundo alucinante, traspasado de dolor y de piedad, en el que las criaturas pequeñas ocupaban el primer plano, el de protagonistas principales, que sólo una visión atenta es capaz de descubrir. Un mundo contemplado con esa sonrisa que, según decía Gabriela, es un modo de llorar con bondad. Un mundo que, al volverse lenguaje, resplandecía de una hermosura serena y pura, la que emana del vocablo preciso, del que adquirió nobleza en los labios de fray Luis, de San Juan de la Cruz, de Lope. Pero el peligro de convertirse en un arcaizante lo conjuraba Efrén al entreverar, con esos vocablos, otros del habla popular nuestra, cargados de doble intención y de picardía, usados en los menesteres diarios de la vida, familiares y cómodos que hacían respirable la atmósfera preciosista.

Efrén, poeta. El que reclama a la vida “que no tenga de ser lo que de bella” y la impreca “con el lloroso acento del comprador burlado –del convidado a viento”. Pero no quiere un desahogo sino una respuesta, porque la sensibilidad se pierde si no la guía de la inteligencia. Y la vida es inteligible. Sus apariencias, de las que nos enamoramos y por las que sufrimos cuando se nos desvanecen, no son trampas sino vías de acceso a lo verdadero.

Por tanto no te asombre
Que allane la salida, el campo escombre
              y el camino de obstáculos despeje;
              si el polvo se desarma
              y en torno a ti, entre cactus
              y lacertos y cruces, se va abriendo 
              boca de soledad, honda abertura 
              cada vez más desierta;
              no es que de ti me aleje,
              es que te abro la puerta…

Efrén, prosista. Autor de “Tachas”, un cuento que no falta en ninguna antología, una divagación en torno al desamparo. Ay, por qué no puede uno asirse de ninguna de estas tablas de salvación que nos proponen los señores serios y prósperos que ocupan los puestos de responsabilidad, los que redactan los códigos, los que se encargan de que se cumplan, los que los respetan. Porque esas tablas son frágiles y no ayudan más que al naufragio, con el agravante de que hemos añadido al desastre de la cobardía.

No queda, pues, más que asumir la condición propia y apurar el cáliz hasta las heces. Tal es la conducta de los personajes de Efrén, “un escritor muy bien agradecido”, que deambula por calles nocturnas, descubriendo los aconteceres mínimos y mostrándonos, a través de ellos, la levedad de la trama que nos separa de la nada. ¿Quién es capaz de contemplar espectáculo semejante sin un parpadeo? La conciencia se extravía por vericuetos extraños, la imaginación se colude con la fiebre para cambiar, a capricho, la figura de las cosas, para unir lo que la distancia y el orden y la lógica han separado, para señalar esa relación secreta y absurda entre dos objetos que se nos quería hacer pasar como normales. Entonces adquirimos una perspectiva inquietante pero no muy precisa, porque está velada por las lágrimas.

Efrén, novelista. La paloma, el sótano y la torre alude ya con su título a esas dos moradas extremas entre las que va y viene el alma, no sitio de unión armoniosa sino de angustiosa crucifixión.

Cuando la inteligencia es ágil, fina, sagaz, escurridiza y puesto al lado opuesto, el corazón yace pesado, gordo, cegato, obtuso; digo, cuando la inteligencia sabe medio atisbar las cumbres y medio hurgar las sendas por donde se va a las cumbres y el corazón no ayuda, no responde, ama sólo su lecho, sus golosinas y su comodidad, se engendra un desvalor, un hambre oculta, un amargor guardado.

Este es el drama de Catito, el héroe adolescente que se esfuerza por desprender su libertad de los imanes de la constelación doméstica. Sabe, pero únicamente con su cabeza, la necesidad de la renunciación, de la purificación, de la soledad. Siente, con todo su cuerpo, las solicitaciones de los deleites, lo que calificó San Pablo como “concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida”. ¿Es posible el desenlace? A primera vista parece serlo el hecho de elegir la senda estrecha. Pero cualquier elección es provisional y funciona sólo mientras el dilema no nos embiste de nuevo con su par de cuernos. Ni siquiera la muerte, salida fácil de los  autores sin recursos. Porque el conflicto ha de prolongarse más allá de donde nuestros sentidos alcanzan a percibir.

Efrén, biógrafo de Nicómaco, ese hombre sobre el que se condensa la cerrazón. Nicómaco, a quien, por sonrisueño, le apodaron Estrellitas. Mas he aquí que la sonrisa se le torna en sorpresa y va de la sorpresa al estupor hasta que, por fin, este nudo se le deshace en llanto. Y allí se aparta de los astros para encontrar su parentesco con el agua, la que le revela que dentro de sí hay algo totalmente inocente, que no tiene la culpa.

Efrén, editor de revistas. Durante el tiempo que tuvo a su cargo la dirección de América abrió las puertas de par en par a quienes, sin más carta de recomendación que sus manuscritos, se acercaban en busca de un espacio en el cual divulgar la buena nueva de sus creaciones literarias. Su generosidad no fue semilla que cayera sobre terreno estéril. Bastaría recordar a Juan Rulfo para justificar una actitud que muchos condenaron como excesivamente blanda y exenta de crítica. Pero al nombre de Rulfo hay que agregar el de una generación entera: la que formaron Emilio Carballido, Sergio Magaña, Luisa Josefina Hernández, Sergio Galindo, Jaime Sabines, Dolores Castro, Augusto Monterroso, Ernesto Mejía Sánchez.

Efrén, amigo. Su hospitalidad era un bien siempre disponible. Y no escatimaba ni su tiempo —que debía serle precioso— ni su prestigio, que ponía en manos de aquellos que de él tuvieran menester, ni sus conversaciones que mantenían un nivel de luminosidad que él había alcanzado a costa de disciplinas arduas pero que a los demás les era difícil sostener.

Efrén, mártir. Dio testimonio de su verdad con su obra, pero también con su vida. Un ascetismo sin concesiones, una humildad que se proclamaba ya en el aspecto físico, le valieron una alegría perenne y esta temprana muerte de aquellos a quienes los dioses eligen.

Transcripción por Juan Javier Mora Rivera

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz