Efrén Hernández (1904-1958)

por José de la Colina

“Tachas” Efrén, en sus cien

José de la Colina, Personerío (del siglo XX mexicano), presentación de Luis Arturo Ramos, UV, XALAPA, 2005, col. Ficción, pp. 37-41.

¿Quién era aquel hombrecito enteco y anteojudo, de bigotito gris, tocado con un inhabitual sombrerito de lana gris y con plumita amarilla en la cinta negra, trajeado modesta y correctamente en gris oscuro como un burócrata, que en una media tarde tal vez el año 1954 y por la avenida Juárez de la Ciudad de México (una ciudad todavía paseable y respirable, no la capital del polvumo, la sobrepoblación y el estruendo que es ahora), paseaba al lado de Emilio Uranga, el filósofo del grupo de los Hiperiones? Cuando nos detuvimos los tres para el saludo, Emilio me presentó a su acompañante como poeta y el más grande autor de cuentos de las letras mexicanas. Yo tomé el ditirambo por una mera cortesía hacia el amigo, y, como suele ocurrir en las presentaciones ocasionales, no retuve nombre ni apellido y quedé por un tiempo sin relacionar a la figura de aquel señor del sombrerito y de aspecto de gorrión flaco con el ya por mí leído, releído y admirado Efrén Hernández.

Pero muchos años después, en 1978, lo reconocería en la segunda página del librito de Octavio Paz sobre Villaurrutia donde cuenta que en 1931 vio a Xavier y a Novo y a Efrén en una oficina del Departamento Editorial de la Secretaría de Educación Pública del cual Novo era el jefe. Con el poder de presentización de su escritura, retratando y comparando a los tres personajes, Paz dice:

Villaurrutia y Hernández eran delgados, frágiles y bajos de estatura. Ahí terminaba su parecido. Efrén Hernández asomaba entre los papeles y libros de su enorme escritorio una sonriente cara de roedor asustado. Detrás de los espejuelos acechaban unos ojos vivos, irónicos. Vestía como un escribiente de notaría. Tenía una vocecita cascada, que de pronto se volvía aguda y metálica, como el chirrido de un tren de juguete al dar la vuelta en una curva. Era el personaje de sus cuentos: inteligente, tímido, reticente, perdido en circunloquios que desembocaban en paradojas, falsamente modesto, extravagante y, más que distraído, abstraído, girando en torno a una evidencia escondida, pero cuya aparición era inminente. Novo era brillante adrede; Hernández también adrede, opaco.

En aquella media tarde de 1954 yo habría estrechado la mano del autor del cuento que desde hacía tiempo se recogía como la pieza maestra en todas las antologías de narrativa mexicana; un cuento de título motivador del apodo puesto a su autor: “Tachas”. Ese relato abierto, sin estructura ni eje argumental me había deslumbrado desde que lo había leído y releído en su primera recolección: Cuentos (Imprenta Universitaria, 1941), hallada hacia 1950 en una librería de viejo con la portadilla manuscritamente dedicada al licenciado Baltazar Dromundo, y sustraída años más tarde por Guillermo Rousset, un erudito en letras, esmerado traductor de Ezra Pound, autor de un soneto casi quevediano y sutilísimo explorador rapaz de las bibliotecas ajenas. De modo que ahora deberé, por lo tanto, referirme a otra edición (Obras / Poesía, Novela, Cuentos. Letras Mexicanas, Fondo de Cultura Económica, México, 1965) en la que están casi todas las prosas y los poemas del suave divagador, del tranquilo delirador, del serenamente desenfrenado Efrén.

Dice Alí Chumacero en el prólogo a las Obras de Efrén Hernández:

Si algún epíteto le corresponde es el de divagador.

En efecto, en ellas la divagación, la digresión, los meandros líricos o meditativos o delirantes que no tanto fluyen al margen del curso del relato o del ensayo, sino que más bien los integran centralmente y, en fin, todo eso hace el encanto del Tristram Shandy de Lawrence Sterne, de toda la obra de Ramón Gómez de la Serna y de ese otro Hernández, el uruguayo Felisberto, el autor de Nadie encendía las lámparas, son, también magias narrativas. Villaurrutia, refiriéndose al relato “Tachas”, decía que cuando fue publicado en 1928 Novo escribió que había echado por tierra todas las páginas de los nuevos escritores mexicanos de entonces. Añadía Xavier que el cuento era

una divagación brevísima sobre el significado o los significados de una palabra, “tachas”, que se presta a tener muchos y que sirve de pretexto para divagar y saltar sin ruido y sin movimiento casi de una cosa a otra.

y que Efrén era de los escritores, como Azorín, que

suelen descubrir en la palpitación de lo nimio, en la pequeñez de la vida cotidiana, el temblor de la existencia.

Pero ese minirrealismo, ese detallismo en la mirada hacia los seres y las cosas, no se queda en la azoriniana mirada enfocadora de lo pequeño y cotidiano, ni, tampoco, en el objetivismo de, por ejemplo, un Robbe-Grillet, sino que, arrastrado por su propio fluir en la divagación, se prolonga hacia la fantasía y aun el delirio. Tanto en los cuentos de corta o mediana extensión: “Tachas”, “Santa Teresa”, “El señor de palo”, “Unos cuantos tomates en una repisita”, “Incompañía”, etc., como en la novela: La paloma, el sótano y la torre, y en la novela breve: Cerrazón sobre Nicómaco, los personajes, las situaciones y la prosa de Efrén Hernández fluyen siempre en una lenta, muy ramificada y ondulada corriente a la deriva. 

Los personajes efrenianos, aun los más modestos, poseen una rica, monologante, maravillada, perpleja y melancólica o desconcertada vida interior, aunque carezcan de un carácter definido y sean variaciones de un solo personaje pensativo, dubitativo y soñador, un Hamlet humilde, muy incapaz hasta ante las mínimas exigencias de la vida práctica y atribulado por una mediocre vida cotidiana a la que ilusoriamente escapa gracias a una mirada y un pensar distraídos, digresivos, derivativos, y, si, como decía Ortega y Gasset, el hombre es él y su circunstancia, se hallan siempre en una múltiple encrucijada de circunstancias planteadas por el azar objetivo o la imaginación, como les ocurre también a los personajes de Ramón Gómez de la Serna en novelas como El incongruente y El hombre perdido. Si Ramón, por ejemplo, observa en una greguería (por cierto, citada y parafraseada en “Tachas”) que “lo natural sería que los pajaritos dormidos se cayeran de los árboles”, el protagonista de La paloma, el sótano y la torre ve a un minúsculo colibrí caer al suelo desde la prisión de unas ramas y luego volar,

y mientras se alejaba torcía el cuello por encima de sus alas, ya invisibles a causa de la velocidad con que las vibraba, para mirar al árbol con enojo, tal como si estuviera resentido por la pesada broma, y haciendo el propósito de no tornar a posarse nunca sobre el árbol, veleta, pararrayos ni cosa alguna que aquel maldito árbol se pareciese o no…;

y si Ramón escribe todo un libro con el motivo único de El alba, Efrén prodiga desde sus personajes pueblerinos o urbanos el tema del agua y sus variaciones: el protagonista narrador de Cerrazón sobre Nicómaco, ciudadano común, de barrio pobre (¡aunque poseedor de canguros como animales domésticos!), se distrae en una fascinada, bachelardiana, y al final gorostiziana, meditación acuática:

Soy el medio loco que nació para acabar de enloquecer al ver, oír u oler el agua. / He aquí, soy el varón del agua; aquel cuyo destino, si ya no es que haya comprendido mal a Dios, es llegar a ajustar, en el dócil cristal cambiante de su versátil mano movediza, mi sortija. / Dentro del agua se halla todo lo que no está en ella, como en la inteligencia. / (…) / Pues si se busca la forma, se acabará por encontrar el abedul entero, las piedras, las colinas, lo restante del manto sin orillas, el monte, los rebaños, todo en suma, todo cuanto existe, menos la propia agua, como la inteligencia, que no acierta a mirarse en su sustancia.

(Efrén Hernández nacido en 1904 en León, Guanajuato, fue allí mozo de botica y de juzgado, aprendiz de platero y de zapatero, dependiente de tienda de ropa, estudiante de preparatoria, etc. Llegó a la capital mexicana en 1925 para entrar en la facultad de Derecho, de la que desertó en 1928 para ganarse la vida en la burocracia cultural, pero sobre todo para dedicarse a la literatura y practicar la deriva, la divagación y el delirio en la narración serena, en la escritura barroca, ondulante y analógica, en la prosa como el agua que se arremolina y se curva y se bifurca conduciendo las imágenes que refleja. Con la imaginación, con una sonriente ironía y una prosa entre culterana y coloquial, escribió y publicó seis libros, uno de ellos de poemas: Entre apagados muros, además de varios artículos y breves ensayos. Fue compañero de ruta de la generación de Contemporáneos aunque ni su talento ni sus obras se parecen a las de ellos. La muerte lo alcanzó en 1958 en la Ciudad de México que entonces aún no era Smógico City. Y un detalle terminal: de la plumita que llevaba en la cinta del sombrerito le gustaba decir que pertenecía al penacho del sombrero de Cyrano de Bergerac, el espadachín, poeta y cronista de un soñado viaje a la Luna).

Transcripción por Juan Javier Mora Rivera

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz