Miguel Covarrubias (1904-1957)

por Salvador Novo

Miguel Covarrubias

Salvador Novo, La vida en México, en el periodo presidencial de Adolfo Ruiz Cortines, III.

23 DE FEBRERO DE 1957

La triste nueva del fallecimiento de Miguel Covarrubias me induce a recordar los lejanos tiempos en que por primera vez nos tratamos. En la Preparatoria. Él no estudiaba ahí, pero de algún modo se apareció por nuestro grupo, que a la sazón empezaba a publicar la revista Policromías, obra del Chato Helú en que colaborábamos, Xavier y yo, con versos, Hugo Tilghman con dibujos y caricaturas.

Hugo Tilghman, hijo de un médico famoso (que por extraña casualidad murió el mismo día que Covarrubias), era muy mi amigo. Moreno, fuerte, nos sentábamos siempre juntos y juntos estudiábamos. Recuerdo que resintió la presencia de Miguel Covarrubias, que evidenció un pequeño celo profesional al ver sus dibujos.

Miguel era hijo de don José Covarrubias, y don José Covarrubias director, por muchísimos años, de la Lotería Nacional. Miguel se fue a Estados Unidos. Poco después alcanzó la consagración. Llegaba acá Vanity Fair, aquella hermosa revista, con caricaturas y dibujos suyos a toda plana, y grandes elogios del brillante joven mexicano que se hizo rápidamente famoso y muy bien cotizado. Sus “Entrevistas imaginarias” eran muy celebradas, y un éxito de librería en El príncipe de Gales y otros famosos americanos.

Eran los veinte, los años en que el romanticismo siempre inherente a la juventud, se manifestaba en Estados Unidos por la rebeldía izquierdizante de los artistas. No era entonces delito, sino moda. Los años de Clifford Odets, del teatro con mensaje social, Miguel florecía en aquel ambiente. Debe haber conocido entonces a Rosa Roland, bailarina bellísima, y de haberse enamorado de ella. Acá llegaron ya casados por esos años cuya cordialidad preside el recuerdo de Moisés Sáenz, enamorado de las artes indígenas: de Francis Toor, que se quedó a vivir aquí. La joven, alegre pareja de los Covarrubias viajó por el país, absorbió el color de Tehuantepec. No sé si fue antes o después cuando viajaron a Bali, a China, y cuando Miguel empezó a encontrar suficiente para su talento la actividad del pintor y dibujante que era, y emprendió la arqueología y la antropología, el rescate, la valoración y el estudio de las artes primitivas, y la redacción de libros que le ganaron un nuevo prestigio.

Finalmente, se asentaron en México. Compraron y arreglaron una grande casa en Tizapán, que llenó Miguel con sus colecciones de ídolos y de objetos primitivos de muchos países. Ahí trabajaban en silencio y quietud, y ahí Rosa reunía de vez en cuando a sus viejos amigos para darles a gustar los platillos exóticos que aprendió a hacer en Oceanía.

Mientras tanto, mi viejo amigo Hugo Tilghman, a quien yo no veía sino por casualidad, había acabado por hacer todos los domingos una plana cómica en El Universal, con personajes mexicanos –“Mamerto” y “Ninfa y sus conocencias”– que él había creado. Hace unos años supe de su muerte, que sentí mucho y sé que dejó una hija.

Los Covarrubias no tuvieron familia. Sus estudios aislaron un poco a Miguel, que empezó a mostrarse enfermizo, de mal color. Daba clases o dirigía estudios en el Instituto de Antropología, y ya en la última época de la dirección de Carlos Chávez en el Instituto Nacional de Bellas Artes, aceptó ser el jefe del Departamento de Danza. Sus ligas con el teatro databan de sus primeras actividades, tanto aquí como en Estados Unidos. Había hecho decorados para ballets, conocido a José Limón, a quien trajo a México. Y él organizó la buena temporada y los trabajos de la Academia de la Danza al final de la gestión de Carlos Chávez. Rosa nunca estuvo de acuerdo en que Miguel descuidara sus libros por ocuparse en estos trabajos burocráticos.

En estos últimos años, desde que no coincidíamos en los consejos semanarios con Carlos, vi poco a Miguel, y siempre más y más desmejorado cuando lo encontraba en la calle. El día que Carlos comió conmigo aquí, venía de verlo en el Hospital de la Nutrición. Una serie de peligrosas operaciones de vientre, complicadas con su diabetes, habían minado todas sus resistencias y aproximaban inexorablemente el fatal desenlace. Carlos venía impresionado de verlo. Dormía, perdido ya el conocimiento.

Unos días después, la semana pasada, las esquelas. El Chamaco Covarrubias había muerto. Y con él, toda una época que ahora surgía, rápida, en mi recuerdo. Y un mexicano eminente, un artista creador y un conocedor y un amante de nuestro pasado indígena. Y un amigo querido, un compañero de año de nacimiento, que como Raúl hace apenas unas semanas…

Transcripción por Antonio Saborit

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz