Bernardo Sotomayor (m. 1937)

por Efraín Huerta (1914-1982)

EL POETA DE LAS MULTITUDES

Diario del Sureste, 21 de Febrero de 1937

Vivía en la portentosa ciudad como podría vivir brevemente un pez en el aire. No era la ciudad para él. Vagaba inquieto, con los azules ojos fuera de las órbitas y la boca con un sello de hastío. Nadie le miraba y a ninguna persona saludaba. Hosco, fiero, trémulo, repulsivo. Cuando tuvo amigos era llamado el poeta de las multitudes. Un mote irónico y cruel, ya que sus pobres versos solo eran escuchados –eso sí, religiosamente–, solo eran admirados por los clientes de la tía Gregoria. Esta tía vende aún café y “hojas” por la calle de San Ildefonso, desde las once de la noche hasta las siete de la mañana, pasando, claro, por el alba. Pero en ese sitio de borracheras y policías incumplidos obtenía el cantor de las muchedumbres sus más escandalosos triunfos. Una ocasión le coronaron con ramas que cogieron del jardín de ahí enfrente. Fue el alba triunfal de Bernardo Sotomayor. Yo lo supe al otro día por lengua de un pintor que asistió al acto. El asunto me causó una molesta tristeza, porque presentía el final de ese poeta maldito, “bebedor de trago largo”, como Baldomero, el muerto que nunca subió al cielo.

Pero Bernardo, ex dulce poeta casi angelical, vivía y vivía duramente en las callejuelas. De San Lucas a Peralvillo, de San Antonio Tomatlán al famoso puesto de Meche, sin olvidar a la institucional tía Gregoria, que el hombre gastado arrastraba penosamente su carga de escepticismo y odio. Había militado en el Partido Comunista cuando las represiones más espantosas, pero como era débil y enfermizo, desertó poco después, yendo a engrosar el número de los sin trabajo. Por eso se llamaba a sí mismo escéptico y cáustico y otras cosas más. Era, sencillamente, un amargado, un inválido moral. Era el perfecto tipo del fracasado. Y también odiaba con delirio, con brutalidad de impotente. Rumiaba su odio, dura la frente y las manos en los bolsillos, a una sociedad que no le daba ayuda ni posibilidad para ver algún día impresos sus propios versos. ¿Broncos? Bueno, es que no hay mejor calificativo. Ya he señalado que Bernardo fue en su mejor época un poeta angelical, delicado, tierno, sumiso, llorón y dado a la esclavitud. Pero ahora no poseía esas valiosas virtudes. Escribía, cuando podía escribir y recitaba, tenía una regular memoria, en un estilo como de poeta o boxeador; a derechazos e izquierdazos, a golpes a la mandíbula y prohibidos. Por eso gustaba en aquellos círculos de medianoche y por ese motivo le llamaron con tino el poeta de las multitudes. Por esa causa, también, vendría su muerte a la vuelta de la esquina.

(Un paréntesis, sí, tan solo para recordar a aquel maravilloso poeta que se llamó Miguel José Othón y a quien llamaron el Verlaine mexicano. Poeta nacido para grandes cosas, pero por desgracia dueño de un tormentoso destino que le condujo a una muerte prematura y fatal para las letras mexicanas.)

Y en sus versos hablaba Bernardo de injusticias y atropellos, de venganzas y asesinatos, de revoluciones y ríos de sangre, de obreros vencedores y burgueses aplastados. Gritaba contra la opresión capitalista sus mejores poemas y blasfemaba por esa atroz miseria de los barrios mexicanos –de los barrios, conste, no de las rumbosas colonias que dan al poniente de la ciudad– de esa eterna inmundicia de la que él era veinte veces testigo. Horrorizaba a sus oyentes –policías incumplidos, choferes maliciosos, borrachines cándidos y una que otra Magdalena desafortunada– con fantásticas descripciones del Callejón de San Camilito, de los misteriosos escondites de La Lagunilla y La Merced, de la rapacidad de todos los “chulos”, de las frecuentes excursiones de los maricas a la Plaza de Garibaldi en ansiosa búsqueda de muchachos proletarios en los cuales satisfacer sus arrebatos de bestias “supercivilizadas”… En fin, de docenas y docenas de truculentos episodios, era Bernardo el narrador cumbre. Pero su aureola parecía de gas neón cuando intercalaba poemas a sus chismes. “Vengan a este refugio, decía casi parabólicamente, los que alimenten rencor y desesperanza, los que hayan ido pisoteados por la fiera burguesa y no tengan más remedio…” . Lucía Bernardo una voz de ocasión solemne, fuerte y… pedagógica. Una voz que fue su verdadero orgullo. Una voz bien gruesa, pero suavemente acariciadora, como si fuera la de un resucitado por frecuentes invocaciones. Y con aquella voz y el ritmo contundente de sus versos, era Bernardo Sotomayor el eje imprescindible de un grupo de figuras estáticas –extáticas, también– de cuerpos y manos que aplaudían con los ojos y asentían con gruñidos. Y todo, con un frío filoso e inconsciente. Como decían, o dicen, en los llanos de Venezuela: “madrugadita, la hora del café volón”, se puede exclamar siempre que se vea un grupo de desvelados igualito al que escuchó por última vez al poeta plebeyo.

En un alba purísima, entre chispas lechosas y mensajes celestes, dijo Bernardo sus postreras maldiciones en verso. ¿Cómo fue? Nadie, nadie lo sabe. Ninguno de aquellos borrachos sabrá dar en su vida explicación aceptable de la muerte del poeta. Ni los “astutos” policías, ni los “cantadores”, ni la tía del puesto, ni mucho menos cualquiera de las mujerzuelas asiduas al sitio del crimen sabrá, a lo largo de lo que les resta de su miserable vida, como cayó, no lejos, a unos cincuenta metros, pesada y lentamente sobre el duro asfalto el cuerpo delgado y doloroso de quien en solo siete años de combatir líricamente pronunció más verdades que muchos hombres nacidos para ese objeto. Fue él quien dijo con aliento incendiario la gran verdad sobre la podredumbre de la aristocracia criolla presumida y hueca, revistera e insultante como una fotografía de Mussolini; él quien pronunció con voz de tres de la mañana las condenaciones más feroces a una organización social inhumana que admite las más absurdas contradicciones; él quien azotó a las “juventudes doradas” de todo el país.

Una sombra, sí, una mala sombra en forma de un marihuano se echó encima de Bernardo aquella noche y le abrió un agujero en el pecho. De aquel caño salieron rojas palabras líquidas dando saltos en la noche y explicando a las estrellas lo que era la Muerte. Pero nadie, nadie oyó la menor sílaba. Fue una muerte silenciosa por excelencia. Muerte de auténtico poeta.

Quienes escuchamos alguna vez sus “oraciones” le recordamos amorosamente y hacemos lo inaudito por la fresca conservación de su recuerdo. Descanse en paz el poeta asesinado.

Transcripción por Antonio Saborit

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz