Agustín Lara (1897-1970)

por Ricardo Garibay

Agustín Lara

Garibay, Ricardo. Antología. Josefina Estrada (sel., pról.). México: Cal y Arena, 2013 (Esenciales del XX), pp. 422-430.

Agustín Lara es –para decirlo con palabras que podrían ser suyas– una de las esencias del alma mexicana.

Casi como una tragedia nacional anunció la prensa su agonía. Desde ventanas fronteras a su cuarto de hospital, cámaras telescópicas filmaron sus horas últimas. Lo vimos en televisión, brevísimo, recostado en almohadas, en doloroso abandono, parecía contemplar algo infinito o sumamente tonto. Boqueaba. Irrumpieron las trompetas de un mariachi, con aquello de “Acuérdate de Acapulco, de aquellas noches, María Bonita, María del alma…” Dios mío –pensé– ni muriéndose escapa a su pecado.

Su pecado era –fue macizamente durante setenta años– la cursilería. No he conocido a nadie que asumiera con tanto orgullo y robustez la baratura de la vida como excelencia. Se embriagaba recitando las letras de sus canciones, y golpeaba de pronto el teclado: “Esto es poesía, chingao, que no me vengan a mamar! ¿Eh, hijo, eh? ¡Tú eres un dínamo, tú di lo que sientes, qué joder!”.

“Sí maestro, claro, qué joder”, decía yo y él volvía al piano recitando:

Como dos puñales
de hoja damasquina
tus ojazos negros
ojos de acerina
clavaron en mi alma
su mirar de hielo
regaron mi vida
con su desconsuelo…

–¿Eh hijo? ¿Eh? ¡Que no vengan a mamar!
–Por supuesto, maestro, que no vengan.
Me decía dínamo: “Tú eres un dínamo, recuérdalo”.

Un día llegué con un carrito de madera y unos libros entre las redilas del carrito. El carrito era para mi hijo, 1957 o 1958. Se le aguaron los ojos y llamó a gritos a su mujer: “Mira, cabresta, primorosa, la síntesis de la inteligencia y la humanidad, del amor y del espíritu. Libros en un carrito. ¡Hijo, tú eres un dínamo de luz y de energía, cómo chingados no!”.

Iba yo a su casa, tres veces por semana, en las tardes, porque Antonio Badú había arreglado que el maestro me contara su vida. Yo con eso haría un guion y la película dejaría millones. El productor era el poderoso Gabriel Alarcón. Seis meses duró el asunto, el cuento de su vida, porque marchábamos a paso de tortuga. De mucho de lo que contaba decía: “Esto no lo pongas, dínamo. Todavía hay muchos jodidos que me mandarían matar”. Otras veces se eternizaba engolosinado y lacrimoso hablando de un amor, sobre todo de una María Parker de la casa de Ruth, “que era un genio en el derrame”. Otras veces nos poníamos hasta el cepillo –esto era frecuente– con coñac francés que en aquel tiempo costaba cinco mil pesos la botella. Otras veces me decía la criada: “De que el señor está servido y no lo puede recibir”. “¿Servido” “De que le tocó pulque en la comida, con sus compadres y se pone cabreado y luego ya se duerme.” Otras veces bajaba su mujer, y todo era acosarla, injuriarla, golosamente, retarla a que se confesara “a lo pelón”. “¡No escondas, no escondas tu suculento y delicioso pasado!” Algunas veces contaba:

—Yo –Dínamo, Esperanza de las Letras– te lo voy a decir: yo fui un cabrón desde niño. Un niño maravilloso, con el arcoíris en las manos, con el cielo y el viento en la carrera, pero un cabrón bien hecho.

Lo vi subir tartajeante y trastabillante y lo vi bajar diez minutos después pálido, lúcido, sereno. Y así lo vimos en una ocasión en que dijo que era padrino de unos estudiantes, y después del programa en XEW iríamos a cenar. Cena deliciosa, vinos a pasto. El maestro contaba de sus mejores años, allá en prostíbulos de los veinte y treinta, y juraba que por los jóvenes –“sangre roja y caliente de la patria” daría su vida. Alucinados los muchachos. Y de pronto ya va el maestro cayéndose a los lados, y ya viene de regreso, entero como si empezara la noche. Dos semanas después le pregunté “¿Y los ahijados que cenaron con usted?”. “No me hables de esos ojetes, gorrones, ya no los aguanto por teléfono.”

Se veía exangüe, pero lo poseía una extraña y colérica energía que le iba brotando de todas partes conforme transcurrían las sesiones. Impaciencia, irritación, desdén: lo dibujaba cuando lo conocí. Me hacía sentir que se refugiaba en el pasado para recuperar el encanto de la vida. Prácticamente había vivido cuanto puede vivir un hombre de su condición. Nada le guardaba sorpresas ni misterio. Veía llegar con seca desconfianza a hombres y mujeres. Lo hastiaban las cosas, los nuevos contratos, las situaciones  más imprevisibles. Se adormecía contento repasando su historia. Pero a poco el gozo del pasado acaba y vuelve el presente. Destapaba otra botella, servía suspirando, decía: “Por qué ha de pasar la vida, Dínamo; por qué tiene que pasar. Todo era tan bello, tan sublime. Aquellas mujeres con mejillas de coloretes, sus ojos y sus lunares pintados con hueso de mamey, su boca de corazón. Aquellas muchachas frescas, trascendiendo a jabón de olor, arregladas cual debe, con sus faldas largas, su fleco, sentadas todas en la sala grande, esperando a los clientes. Y en el piano, Pierrot, Serenata (acuérdate: ‘Bella imagen que soñé…’. Y luego: ‘Del jardín la alta Tapia escalar / de la noche en la dulce quietud…’), y el Club verde… Club verde…”. Llenó su copa hasta el borde, la miró con rabiosa tristeza y se la bebió de un trago. “La vida es un suspiro, un suspiro y ya se la llevó el carajo.”

No parecía querer a nadie. Con respeto y mucha gentileza hablaba de María Félix y de nadie más; con amor lloroso hablaba del Garbanzo, su primer maestro, acaso el único que tuvo, que lo enseñó a explotar a las mujeres. “¡Era un gran señor! Mira, Dínamo, fíjate bien; me decía el Garbanzo: No pierdas tiempo, no te apendejes, las mujeres son un pañuelo para sonarse la verga. ¡Éste era el Garbanzo! Tenía sus muchachas, por Cuauhtemotzín, cada una en su cuarto. Y se presentaba ya tardeando, y una por una: ¡Qué armas portas, cabrona! Y el mulazo donde cayera, para que empezara a apoquinar la lana de la jornada.” “¿Por qué les pegaba, maestro, si de todos modos le iban a entregar el dinero?” “Sí, sí, sí, pero tenían que sentir el rigor, no más era de que ya me voy y muchas gracias, mija, ¡no! Ya luego les iba dando su parte y se despedía: a trabajar, no estén ai de güevonas cascaroleándoselas. Mañana paso temprano. Ése me enseñó a andar en la vida.

Tenía un radio de gran potencia. Me decía: “Qué país quieres oír ¿Argentina?”. Movía los botones, localizaba Argentina. En alguna estación estaban tocando música. “Cuál ahora ¿París? ¿La Habana? ¿Nueva York? ¿Marruecos? Invariablemente alguien cantaba una canción de Lara. “Estoy en todo el mundo, en todos los idiomas. Si escribes un libro con lo que te cuento, venderemos más ejemplares que Mein Kampf, de Hitler. ¡Y que no me vengan a mamar!”

En el garaje había once automóviles todos de lujo. En una limusin enorme había instalado un bar y una bacinica. “Es por si sube el hijito de la tiznada de mi mujer, que no dé lata, aquí adentro puede hacer chis.” Si alguno de los coches fallaba un poco, lo miraba con desprecio, como a un ser humano, y decía:

“Esa marca no sirve. Son coches que no sirven”, y lo vendía aprisa, se negaba a volver a verlo.

Mandaba cobrar sus regalías. “Me roban en todo el mundo. Esta miseria es lo que consigo rescatar.” Me mostraba los papeles. De ciento veinte a doscientos mil pesos mensuales. Agriamente revisaba los papeles. Los botaba.

A la tercera copa comenzaba su buen humor, su amor por el mundo, sus gratitudes, sus lágrimas. Los muebles de la casa monumentales estaban forrados de plástico. Alfombras dobles, gordísimas. Junto al gran piano de concierto un perro de peluche de dos metros de altura. Abriendo la puerta principal, sobre una saliente de mármol, sus manos de oro macizo, y la leyenda: “Mis pobres manos, alas quebradas”. Cuadros infames, coloridos. Homenajes enmarcados de gentes mil y de paisanos veracruzanos. Del dedo meñique derecho le colgaba una cruz de oro diminuta. “No, no creo mucho, pero se ve chingona ¿o qué no? Qué buen puntách, como dice el Loco Valdés.”

Vengo contando lo que le veía y le oí a Agustín Lara, porque se cumplen muchos años de su muerte, porque en nuestro país nadie quiere mirar a los hombres como son ni como eran –para poder denigrarlos o exaltarlos impunemente– y porque vale la pena adentrarse en las maneras de un artista popular cuya obra ha trascendido como la de ningún otro mexicano.

Ya lo sabemos: era breve de talla y sumamente delgado, de cabeza pequeña, frente huidiza, cabellos engomados y una cicatriz de navajazo que le abría la línea de la boca hasta la oreja. Su facha era insignificante. Su voz opaca y terrosa. Nada en él era bello. Todo en él enamoró a las mujeres y le acarreó la reverencia de los hombres. Su música y sus letras eran y son melcocha que al menor rasguño fluye del dolor del deseo o del hartazgo de la alcoba. Qué curioso, contra lo que se cree, no hay amor en sus canciones; hay embeleso, el hambre, la adoración por el cuerpo de la mujer, y la mujer es vista como objeto precioso y es sentida como un universo de irresistible pecado. Para Lara el cuerpo de las mujeres –creo que nunca se dirige a su espíritu– era una geografía tan inagotable como misteriosa, y la urgencia carnal era la única vocación considerable. De algún modo nunca dejó la adolescencia en su lado más triste, que es un apetito indefinido y rencoroso frente al sexo enemigo. Según su obra y según lo que le conocí jamás llegó a la madurez. La madurez de Lara está en su talento musical, en esa piel musical tan melódica y de tan escasa elaboración, y en su omnímoda cursilería. Fue niño sólo cuando era niño, ni un minuto más acá, con lo que quiero decir que “el niño padre del hombre” de Wordsworth descubría en lo hondo de todo artista, no existió en Agustín Lara.

Temprano, muchacho aún de pantalones cortos, comenzó a tocar en prostíbulos. De uno de ellos le venía el navajazo aquel, de una hembra brava. Le pregunté: “¿Quiere contármelo, maestro?”. “Era brava –dijo aprisa–, era muy brava” –canceló el asunto y siguió por otro lado–: “Mira, entonces se veía pelear en esas casas, ¡pero pelear, de verdad de Dios! Yo no sabía que el ojo fuera tan grande, es una bola enorme. Vi cómo voló pero voló como te estoy diciendo, el cuchillo en la mano del aquel marica que se llamaba el Manol, y se clavó en la esquina del ojo y el ojo saltó afuera, y quedó colgando de un hilo, una bola enorme que daba vueltas quietecitas. Después el otro mató al Manol en la cárcel de Belén, los dos eran del mismo vicio. ¡Aquellos jotos, Dínamo, que peleaban como leonas! ¡Hasta eso se ha perdido! ¿Yo? Tendría trece años, tal vez menos.”

Pronto llegó a tocar en la sala grande de los burdeles. Le decían el maestro. Lo escondían en algún ropero cuando llegaba la policía. Yo trataba de llevarlo a la infancia, hasta que impaciente me atajó: “No seas terco, Dínamo, todos los cabrones escuincles del mundo son iguales ¿qué quieres? Mi padre era mi padre y mi madre era una santa, doy gracias a Dios por no haberla visto morir; y jugábamos con lodo y a los husitos y al burro e incendiamos el campanario, fue un puntách. Te voy a contar del canal de Santa Anita…”. “Pero, maestro, por favor, cómo incendiaron el campanario y dónde.” “Ah, sí, fue un buen puntách, en Tlacotalpan. Nos robamos unos cigarros y una caja de cerillos y después de la doctrina del padre Crisanto, subimos a la torre a fumar. Nos mareamos, vomitamos, y se fue haciendo de noche. La puerta de la torre se cerraba desde abajo. ¡Un frío! y unos murciélagos gigantes. Gritamos. Llorábamos de miedo. Había mucha madera vieja. Quemamos nuestra ropa y se incendió la madera. Se veía preciosa la hornaza y sentíamos que nos achicharrábamos. Subieron, y pasado el susto todo el mundo nos agarró a coscorrones; el padre Crisanto, mi padre, mis tíos, los vecinos, por poco nos matan los hijos de la tiznada. ¡Pero le dimos en la madre al campanario! Al día siguiente llamaron a misa a gritos y con matracas.”

Los domingos, durante el paseo de las trajineras en el canal de Santa Anita, Agustín Lara estrenaba sus canciones. Las cantaba el trío Garnica-Ascencio. Se publicaban hojas sueltas con letra y la música. Corrían por teatros, carpas, burdeles y cabarés. Años veinte. Lara tocaba el piano en un café de las calles de Cinco de Mayo. “Pero el olor a blumer tiraba de mí. Todo podía pasar, menos que yo dejara de ver a las muchachas. ¡Esas casa con sus corredores llenos de magnolias! Allí estaba María Parker. ¡María Parker! Pero antes, mucho antes… ¿No te he contado el día de mi venganza?” “No, maestro.” “Te voy a contar el día de mi venganza, hijo. Tocaba yo en un burdelito, por El Buen Tono, creo era por allí. Y cayó la policía. Me escondieron en el ropero. Usaba pantalón corto todavía. Ya se iba la policía cuando dijo la Guayaba, una morena gordita, dura como pelota de hule: ‘El maestro está en el ropero’. Para congraciarse la cabrona con el comandante. Y ai voy a la delegación. La multa era fuerte, por ser menor de edad. Pero la pagó la madame y corrió a la Guayaba. Yo le dije: Vas a ver, piche Guayaba, cómo la vida me va a vengar. Pasaron los años, diez o quince. Y un día iba yo en un tranvía ¡y de repente un putazo y un frenazo y unos gritos desgarradores! Nos asomamos a las ventanillas. Entre las ruedas estaba un niño trabado, hecho mierda por el tren, y una mujer jalaba gritando, enloquecida, las piernas del niño. Un mar de sangre, hijo. Y que me digo: yo conozco a esa mujer. ¡Era la Guayaba! se veía horrorosa en su desesperación. Y dije: hasta que pagaste, hija de toda tu madre, conque el maestro está en el ropero ¿no? ¿No te lo había contado? Para que veas que la vida es caraja, no es nomás así como así.”

En Madrid, un cantinero del bar Chicote me contó: “Era la primera vez que venía y aquí se le adoraba. Lo esperaba una multitud. Le había entendido pasillo rojo desde la escalerilla hasta la aduana. Se apretaba la gente cuando el gran Agustín Lara se dejó ver en la puerta del avión. Bajó la escalerilla. Aquello era un tumulto. Entonces él hizo señas diciendo: ¡Hacer espacio, hacer espacio! La gente se apartó. Él salió del tapete rojo, se arrodilló, limpió amorosamente un cuadro de asfalto, de tierra vamos, y besó la tierra y así arrodillado le dijo: ‘Hola, madre, cómo has estado’. Excuso decirle a usté que lo llevaron a hombros hasta su hotel. Luego los hoteles todos se disputaron el honor de hospedarlo gratis, uno tras otro, Dos o tres días. Y el maestro chupaba ¿eh? ¡porque chupaba! Y nadie le cobraba una perra chica. Y de madrugada ya iba como borrachito el ilustre señor, y se metía en las tahonas: ‘Vengo a probar el alma primera de España.’ Y le daban el pan recién hornea’o y aparecían las botellas de vino y hacían jolgorio más que a deshoras los tahoneros. Todavía podéis ver en algunos hornos: Aquí estuvo Agustín Lara”.

Dije en el arranque de un párrafo anterior, de propósito con palabras que podrían ser de Agustín Lara, que él es una de las esencias de la mexicanidad. Es decir, en Lara se dibujan marcadamente algunas actitudes donde pueden reconocerse sin esfuerzo las maneras mexicanas. Por ejemplo: es poco niño pero es plañidero; es arrogante, pero canta lloroso su permanente orfandad; es gentil de dientes para fuera, pero alimenta puntualmente la iracundia y el desprecio por los otros. Lo define su postura delante de la mujer, lo confiesa sin embozo cuando dice: “eres la razón de mi existir“. Y de ese renglón no quita el dedo durante setenta años de vida. Es un macho, pero su machismo lo lastima, está arrodillado ante el objeto precioso, arrodillado generosamente, derramándole beneficios, buscando vencer sus resistencias con los almíbares de la sensiblería. Para Lara la mujer es una cosa devorable que se resiste a ser devorada, y en eso está su encanto, la hipnosis que ejerce sobre la voluntad del varón. No es un ser capaz de decidir su destino, sino una linda y apetitosa organización de músculos y maquillajes capaz de entregarse al destino que el hombre le señala. De esta abismación imperiosa frente a la mujer, Lara consiguió la adhesión de los hombres y la rendición de las mujeres. Cuando en los cuarentas Barcelata estrenó la canción donde las agredía léperamente: “Tú ya no soplas como mujer”, y se dieron dramas a balazos porque en las serenatas los mariachis tocaban eso, la provinciana ciudad de México entonces se alzó airada: “¡Qué diferencia con Agustín, cuya música siempre está adorando a la mujer! ¿Él sí es un caballero!”

Cursi es todo lo exquisito fallido, la exquisitez falsa que carga groseramente las tintas que debieran ser desvaídas. Lo contrario de la cursilería es lo primoroso y delicado puesto con tino, la sugerencia en vez de la ostentación, lo tácito en vez de lo gruesamente expreso. La cursilería establece una relación inmediata entre la persona cursi y el fenómeno que la conmueve, una inmediatez emocional donde lo primero que se me ocurre sale como calificación y definición del mundo exterior: igual que el eructo responde instantáneamente aspereza de la garnacha en el estómago.

Ese es el mundo de Agustín Lara, un mundo fácil, paladeable, orgásmico y nocturno, donde el pueblo ha hallado la mejor expresión de sus más íntimos afanes. Y acaso la valía del ya mundial músico-poeta consista en haber asumido su grosor y su alambicada ignorancia, de frente, sin tapujos, sobreponiendo con su respectiva autoridad los defectos de origen a los remotos datos de la verdadera inteligencia.

Transcripción Miguel Ángel de la Calleja

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz