Renato Leduc (1895-1986)

por José de la Colina (1934-2019)

“Gran Jefe Pluma Blanca”

Personerío (del siglo XX mexicano)

Toda la vivaz, plástica, sabrosa conversación de Renato Leduc (1895-1986), su modo de decir su visión del mundo, de la vida, de la literatura, de la política, y de todo y aun algo más, era un gustoso entrelazar anécdotas, y su vívido anecdotario y sus buenas palabrotas (las cuales en la televisión le anulaban sustituyéndolas por irritantes pip-pip-pips) ponían en pie al paralelo personaje Renato Leduc sin usar mucho de la primera persona del plural ni de echarle demasiada crema a sus tacos. Llegaba con paso vigoroso y tranquilo de hombre hecho a andar por la vida aireada y airada, y al detenerse un momento como para considerar de un vistazo el ambiente era como un viajero con el compás de las piernas bien abierto sobre el cabuz de un vagón de ferrocarril veloz (como en la época en que, todavía casi un chamaco, anduvo de telegrafista de las tropas villistas en trenes estremecedores del paisaje con el traqueteo de la revolufia). Pero inmediatamente, apenas se depositaba en una silla, merecía el apodo de Gran Toro Sentado, alternando con el de Gran Jefe Pluma Blanca, y se le veía como el viejo sabio chamán dispuesto a narrar la heroica y a veces cómica historia de la tribu y sus revueltas, incluidos los ritos y las costumbres de sus propias tribus paralelas: la bohemia periodística, la farándula, el burdel, la torería, la picardía política, el lumpemproletariado, etcétera.

Entonces, instalado con su aún notable corpulencia, con su vigorosa bien trazada cabeza morena de cabello blanco, y rodeado en un círculo por un público oyente y eventualmente preguntón (acaso un público de colegas periodistas, de contertulios de cantina, de chícharos de redacción o de meseros y borrachitos despegados de la barra y atraídos por el cuento), iba entretejiendo con fluidez en la charla colectiva su crónica de sus más de tres cuartos de siglo vividos a través del país y de algo de Europa. Y, al tiempo que lo veías entregado a sus demonios de artista de la conversación y de “último bohemio”, lo imaginabas igualmente culiatornillado (palabra muy de él) ante la máquina de escribir para teclear sus vivas páginas de cronista y articulista, y para honrar hemingwayanamente, con “gracia bajo presión”, su oficio de periodista, es decir de historiador de lo inmediato.

Lo conociste en la redacción de Política (altos del cine Bucareli, en la vía del mismo nombre), donde él no colaboraba pero sí la visitaba como amigo. Quizá por efecto de su robustez, su morenía, sus canas y las muchas leyendas circulantes sobre él (ya Pepe Alvarado había escrito que cada mañana inauguraba una leyenda y cada noche la dejaba morir), lo viste antiguo pero intemporal, y te preguntaste si sería el mismo Renato Leduc poeta, es decir, el autor de poemas de humorismo e ironía, satíricos y a veces ferozmente pornográficos, pero trabajados con una exquisita orfebrería verbal. Recordaste sensuales versos, por ejemplo ese que visualiza al mar como una trepidante María Antonieta Pons: “por el temblor rumbero de tus ondas”. Como la mayoría de sus admiradores, conocías sus poemas gracias a recitaciones y copias mecanográficas, porque eran inhallables en libros. Y, como si él pudiera haberse enterado, te avergonzaste de haberle plagiado cierta vez, enviándola a una bella señora otoñal deseada (a quien, ay, le suponías sentido del humor) aquella Epístola a una Dama que Nunca en su Vida conoció Elefantes:

“En realidad, los elefantes 
 no tienen la importancia que nosotros les dimos 
 antes. 
 … 
 Los elefantes son, más comúnmente, grises: 
 a veces son gris-rata, a veces son gris perla 
 y tienen sonrosadas como usted las narices” 

etcétera… y la señora se ofendió, claro). También, para apantallar a amigos algo cultos pero mal informados, te habías jactado de ser autor de su famoso soneto Aquí se habla del tiempo perdido (“a tiempo amar y desatarse a tiempo”, etc.), pero pronto te delataron las innumerables victrolas y en estaciones de radio en que, a todas horas del día lo emitía un empalagoso trío cantor de boleros.

Y…

(Y basta. Ahora dejarás la autocomplaciente narración evocadora e irás al asunto del cual en principio de habías propuesto escribir.)

En el siglo pasado, pero sólo hace unos días: vaya el 16 de noviembre del 2000, salió de los talleres de Impresora y Encuadernadora Progreso S. A., la Obra literaria de Renato Leduc, con el sello del Fondo de Cultura Económica, en compilación y con introducción de Edith Negrín y con prólogo de Carlos Monsiváis. Ese necesario aunque tardío volumen de 752 páginas reúne todo aquello que, con prescindencia de los textos escuetamente periodísticos, se considera literatura del Gran Jefe Pluma Blanca: no sólo los poemas ya recopilados en libros, más los poemas inéditos, los políticamente agresivos y los violentamente obscenos (el llamado “Prometeo sifilítico”, entre otros), sino las algo inclasificables prosas de la “quasi novela” Los banquetes y de la novela El corsario beige (dos obras que no son de lo mejor suyo); los excelentes ensayos y crónicas de Historia de lo inmediato (en la cual recomiendo la pieza final, “El canciller y las vikingas”, páginas sonrientemente autobiográficas de diez años europeos, casi enteramente parisienses: allí se anunciaba un posible novelista de verdad); los 61 artículos de recuerdos sobre primera juventud, familia, telegrafía, estudios, putas, alcohol, revolución, amigos y anécdotas (siempre anécdotas, él era un anecdotario vivo), colectados bajo el título Cuando éramos menos; y, de pilón, tres evocaciones amables y/o ácidas de las navidades y cuaresmas porfirianas y de los monstruos sagrados Agustín Lara y María Félix tratados de cerca.

La Obra literaria de Leduc es desigual, pero casi siempre magnífica. Leduc poeta puede transcribir en la más refinada, musical, sabiamente sorpresiva versificación, asuntos en principio vulgares, moralmente incorrectos y en fin “antipoéticos” (el prostíbulo, el peladaje, la baja política); y puede escanciar vino nuevo (la revolución, el cine, el jazz, la burocracia, la revolución institucionalizada en gobierno, la injusticia social) en los odres ya un tanto viejos de una estética deudora del modernismo y el posmodernismo: Laforgue, Darío, López Velarde, Tablada, Rebolledo, así como al hoy desconocido “antipoeta” colombiano Luis Carlos López, y quizá al también colombiano, pero mexicanizado y “poeta maldito”, Porfirio Barba Jacob. En el contraste entre perfecta forma e “incorrecto” y aun vulgar contenido está la modernidad de esa poesía juguetona y formalmente intachable. Y el lado negro de ese corpus literario (la poesía y la prosa) es su complaciente confianza en la anécdota y el culto a una casi vociferada hombría de cantina que, apoyándose en su tenaz anticursilería, se declara antiintelectual y machista, reduce a la mujer a mera poseedora de coño e insiste en proclamar, como si fuese una obsesión y casi un odio, la aversión al homosexual, generalmente caricaturizado en “maricón”.

¿Leduc autor popular? Quizá su popularidad se finque sólo en su soneto sobre el tiempo. Pocos poemas han tenido en México la propagación y la fama de esa pieza originada, según alguna vez lo dijo el autor, en una apuesta de estudiantes o de bohemios, una prueba técnica, un divertido juego versificador: la misma palabra tiempo, carente de rima consonante, era un desafío que Leduc brillantemente ganó rematando con ella, o con su derivada destiempo, doce de los catorce endecasílabos. Luego vino una inesperada, halagüeña y temible buena fortuna: aquel trío bolerista tomó en serio el juguete y, volviéndolo romanza empalagosa, lo propagó en radios y victrolas. Pero, qué se le va a hacer, menos de una piedra, y por lo demás el emotivo corazón popular tiene razones ignoradas por la razón.

(Cuidado: ahí viene ya un anacrónico trío cantor de boleros, cantando “la dicha inicua de perder el tiempo”.)

Transcripción por Antonio Saborit

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz