Miguel Othón Robledo (1893-1914)

Por Juan de Dios Bojórquez

Miguel Othón Robledo

Hombres y aspectos de México en la tercera etapa de la Revolución, 1963.

La semblanza que sigue constituye un tema muy distinto a los tratados hasta aquí. Ahora me ocupo de un vate atormentado, que vivió de milagro los días más azarosos de la Revolución. Periodista a ratos y bohemio en todo momento, a Miguel Othón Robledo no le importaba la vida y por eso no la perdió en los días de mayor agitación.

Le fue más difícil vivir en paz y un día, sin que nadie se enterara, murió entre desconocidos y lo enterraron en la fosa común. Un día lo desenterrarán sus propios versos.

Será cuestión de la edad; pero ya no veo a mi alrededor a bohemios de tanta categoría como aquellos que traté durante los años 1915 a 1920. O será que en la actualidad los bohemios viven de otra manera. No usan chambergos de anchas alas, ni melenas espesas, ni corbatas de plastrón. No se les encuentra, como antes, en las barriadas populares o en los cafés tradicionales, o en las cantinas con taquerías incitantes. Son otros los tiempos. Ahora triunfan las torterías en que se enriqueció Armando, el precursor; los bares a la americana, con whiskey que, si nos va bien, sabe a humo y sandwiches muy higiénicos pero insípidos. En los cafés a la española, que son los clubes del pobre, en vez de tertulias literarias se tienen peñas, en que se discute de futbol o de toros, pero no sobre asuntos que interesan al país. La existencia transcurre en un ambiente de frivolidad, que contrasta con la vida intensa que nos tocó disfrutar hace cuarenta años. Ahora todo marcha aprisa, como los aviones, y nos falta tiempo para meditar sobre lo que ocurre, o para discernir acerca del porvenir incierto de la Humanidad, que vive alarmada con las explosiones nucleares y sus efectos letales. Ciertamente vivimos con mayor rapidez; pero estamos expuestos a morir a un ritmo más acelerado e imprevisto.

¡Qué diferente era la capital de la República, cuando todavía circulaban por Plateros las carretelas de bandera blanca o azul! El tránsito era doble en la angosta avenida, que recibía entre una y dos de la tarde, y de las siete a las ocho de la noche, a todo el México paseador, que necesitaba exhibirse en el boulevard de moda. Al trote cansado de los caballos de tiro se arreglaban negocios de un coche a otro, se concertaban entrevistas o se lanzaban piropos a las encopetadas damas que atraían con su palmito, o por sus vistosos trajes enjoyados, a los lagartijos que se tenían por dueños de la calle principal. Al paseo acudían las más famosas artistas de comedia o de la zarzuela, cantantes de ópera y los toreros de más cartel en aquellos días. También solían concurrir políticos de relieve o generales de prestigio, que surgieron del movimiento revolucionario.

* * *

Cerca de aquella vida al exterior, había otra también peculiar: la de las cantinas y restaurantes de moda en que discurrían, entre otros grupos sociales, los bohemios que fueron quizás los últimos representativos del romanticismo en México, los que tuvieron como mentor indiscutible a Gutiérrez Nájera, el admirado Duque Job que ensalzaba a su dama “desde la esquina de la Sorpresa hasta la puerta del Jockey Club”. Entre los intelectuales que siguieron las huellas del Duque, se contaron muchos bohemios que fueron poetas, escritores o periodistas. Entre ellos podríamos recordar a Díaz Dufoo, al doctor Flores, a Fernández Granados, a Luis G. Urbina, a Federico Gamboa, a Rafael López, a Cravioto, a Henríquez Ureña, a Micrós, a Manuel de la Parra, a Rebolledo… Entre los bohemios más notables que se conocieron en plena Revolución recordaremos a Chucho Villalpando, a José D. Frías y a Miguel Othón Robledo. Los tres fueron populares en los cafés de moda, como La Granja, el Principal y el Inglés; frecuentaron también los bares de mayor renombre: La Fama Italiana, El Gallo de Oro, El Submarino y el Salón París, que estaba en la contra esquina de Correo Mayor. Debo ocuparme ahora, siquiera brevemente, del gran poeta bohemio que fue Miguel Othón Robledo.

Lo recuerdo bien: era chaparro, bastante moreno, la mirada vivaz, la boca grande, la frente alta, los cabellos lacios formando una melena rebelde, el vestir descuidado, interesante en la conversación y amable con sus interlocutores. Era de Jalisco. Había pasado por la Escuela Preparatoria. Había leído mucho. Su preparación cultural, amplia. Tenía entrada en periódicos y revistas. Su obra literaria nunca fue coleccionada: permanece en Revista de Revistas, en El Pueblo y en la Revista Nacional. Yo lo traté mucho, sobre todo en las veladas del Café Inglés, que pasábamos bebiendo agradablemente el coñac en tazas. (Los licores estaban prohibidos sin servicio de comidas… y nosotros no íbamos a comer.) Recuerdo que una noche, ya muy noche, Othón Robledo me llevó a una cantina llamada Sinaloa, frente al teatro Lírico.

–Te vas a tomar un Villalpando –me dijo.

Acepté, sin saber qué era aquello. El cantinero revolcó en un vaso más de ocho bebidas diferentes, las agitó bastante y puso en una copa grande el Villalpando. Sin pensarlo mucho engullí aquel mejunje y a los diez minutos yo estaba panda, verdaderamente groggy. No supe cómo llegué al hotel.

* * *

En El Submarino, esquina de Allende y Donceles, famosa cantina con tacos apetitosos, Othón Robledo me recitó dos veces el prólogo de su libro de versos que iba a publicar. Un poema bellísimo, con algo de autobiografía y mucho de ideas originales y rebeldías. El libro nunca salió a luz y se quedó en proyecto. Miguel Otbón Robledo pensaba que iba a causar sensación en toda la América Latina:

–Después del Fiat Lux de Chocano y los Cantos de vida y esperanza de Darío, mi libro será el mejor de los publicados en este Continente.

La verdad es que a Othón Robledo se le tenía como a uno de los poetas de altos vuelos. Se codeaba con Ramón López Velarde. Era inspirado, original y fecundo. Sin embargo, su obra se perdió en las redacciones de periódicos y revistas. Alguna vez el poeta Leopoldo Ramos se propuso coleccionar la obra de Othón Robledo; pero no llegó a encuadernar las bellas producciones del bohemio jalisciense.

Para dar una idea de la poesía del atormentado bardo que fue Miguel Othón, voy a transcribir algunos fragmentos de su “Antigua plegaria” y de otra composición cuyo título no recuerdo:

Haz el milagro, Virgen María,

de que me miren sus ojos claros,

de que me amparen sus rubias trenzas,

de que me nombren sus rojos labios.




Ya que me cabe la insigne gracia

de ser poeta, seré tu bardo

para inclinarme sobre las aras...

Tú, que vigilas cuando ella duerme,

entra en sus sueños más encantados

para decirla que soy el héroe,

del cuento rosa con que ha soñado.

Por ese tenor va el canto lírico que aprendieron de memoria los recitadores de oficio. Veamos ahora algunos versos de un poema rebelde de Othón Robledo:

No estoy descontento de mi siglo;

pero estaría mejor en otro pasado

más aventurero.


Filósofo claro, me sé que la vida

no es grata ni ingrata,

sino como el hombre la tiene vivida.


Por eso repudio la plebe insensata

y si mal poeta, no banderillero

chulo ser quisiera, sino buen pirata.


Si a mi sien diadema negara poesía,

las blandas sirenas sabríanle dar

y en vez de bohemio sin patria, sería

bohemio del viento, del sol y del mar.

Y este gran poeta funambulesco, que vivía aferrado a una milonga perpetua, se murió un sábado, que es el día de la semana más inapropiado para morir. Casi todos los amigos pasan sin advertir a los que mueren a fines de semana. Así cayó Miguel. Nadie se enteró de su muerte, y como vivía solo, en el corazón de una barriada, allá lo recogieron las ambulancias que no cobran y entre otros muchos cadáveres fue a parar a la fosa común. Enterado de su muerte, Samuel Ruiz Cabañas, su compañero de andanzas nocherniegas, averiguó el suceso y anduvo en comisarías y cruces hasta verificar en qué forma se había ido Miguel.

¡Y pensar que Othón Robledo, en unos versos fantásticos que tiraban a proféticos, había soñado para sí un sepelio bastante concurrido, en el cual iba a participar él mismo! Fue un poema lúgubre que terminaba así:

...y voy como un fantasma

detrás de mi cortejo.

Transcripción por Antonio Saborit

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz