Julio Torri (1889-1970)

Por Andrés Henestrosa

Recordación de Julio Torri1

Andrés Henestrosa, “Recordación de Julio Torri”, en Memorias de la Academia mexicana correspondiente de la española, Tomo XXI, México: AML, 1975, pp. 260-262.

No van a ser muchas estas palabras en honor y recordación de Julio Torri. Por el contrario, serán pocas, para que su alma y su recuerdo se encuentren a su gusto. Odiaba Torri, y si no odiaba sentía una profunda antipatía por la oratoria, que consideraba arte menor. 

Nació en Saltillo, Coahuila, el 27 de junio de 1889. Murió en la ciudad de México el 12 de mayo de 1970. Paisanos suyos fueron Manuel Acuña, Carlos Pereyra y Artemio de Valle-Arizpe. Pero nunca hubo escritores y hombres más diversos entre sí. Acuña, todo arrebato, desorden; ímpetu; Pereyra, polémico, contundente, siempre en actitud de pelear; Valle-Arizpe, abundante, escritor arcaico, pensador retrógrado. Torri, todo mesura, pronto siempre a servirse de aquella su inteligencia al rojo vivo para encontrarle el lado amable a las cosas, y frenar los recursos de la emoción. 

Era abogado, pero nunca ejerció la carrera. Fue empleado público, pero fundamentalmente un maestro. Muy joven entró a formar parte del elenco de profesores de la Universidad, en la Escuela Nacional Preparatoria. En las aulas preparatorianas, justamente, lo conocí en 1924. Era un profesor muy disperso Julio Torri. Dudo que alguna vez haya dado una lección completa. Le estorbaba para eso saber tantas cosas. Una autoridad en el Romancero, al extremo de que podía decir mientras leía un romance en qué libros de la literatura universal ese romance reaparece en esta o aquella línea. Era autoridad en la literatura picaresca cuyos autores citaba siempre con delectación y con malicia. Mientras leía iba explicando lo que la lectura le sugiriera. En una ocasión leía La Celestina. De pronto interrumpió lectura y explicaciones, y dijo tartamudeante: “aquí hay una mala palabra”. Tal pena le produjo que ya no pudo recuperarse y suspendió la lección del día, sin perjuicio de que la escena se repitiera hasta el final del curso. 

Mucho debió pesarle su fracaso didáctico, del que era consciente. Él, que postulaba que con el crear, es el enseñar la actividad intelectual superior. Ernesto Mejía Sánchez ha recordado una frase al respecto. En una carta de Torri a Alfonso Reyes la situación se pinta y resume: A causa de ser deliciosamente confuso en mis explicaciones, y envidiablemente desordenado, los cuarenta niños no aprenden nada, dice. Pero no olvida evocar los manes de Ruskin y de Menéndez Pelayo

Ignoré durante los primeros meses del curso de literatura española que fuera escritor. Pero por entonces aparecieron las Lecturas para mujeres, preparadas por Gabriela Mistral. Entre las piezas seleccionadas, una de Julio Torri: “Balada de las hojas más altas”. Su lectura fue una revelación. ¿Cómo, en el solo espacio de una página, tanta perfección, tal sencillez y belleza al mismo tiempo? Ésa, la brevedad, es la condición de los escritos de Torri. La resume en el epígrafe de uno de los ensayos poemas: “las buenas frases son la verdad en números redondos”; que más tarde, lejos de los Ensayos y poemas, convertimos en: “el epigrama es la verdad en números redondos”. 

Breve su obra, pero peregrina, en su doble significación de rara y perfecta. Rápidas páginas redactadas hasta un máximo de pulcritud y perfección, sin que esas dos condiciones anulen o reduzcan la emoción de que la obra de este poeta de la prosa, está siempre cargada. Se trata de miniaturas, para usar aquel término que, correspondiendo a las artes plásticas, aplicó Guillermo Prieto a las creaciones de otro mexicano que con similar deleite escribió otras breves prosas: el olvidado Luis de la Rosa

Entre los escritores del Ateneo son sus pares Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán, Mariano Silva y Aceves, sino que en Torri no se registran altibajos: es ley de sus obras la rigurosa concisión, la trémula y aparente facilidad. Visión de Anáhuac de Reyes, publicada el mismo año que Ensayos y poemas; Himnos breves, y algunos trozos de Vasconcelos; las páginas de Martín Luis Guzmán, y Arquilla de marfil de Silva y Aceves, son muestra, ejemplo y dechado de la prosa mexicana de la generación de Julio Torri. 

Escasa la obra de Julio Torri. Tan amante de lo perfecto, de lo bien acabado, que es el único escritor mexicano que en una segunda edición de una obra, la castiga. Así ocurrió con Ensayos y poemas, reimpreso un año más tarde con el título de Ensayos y fantasías. Su obra se reduce a unos cuantos pequeños libros, a algunas traducciones, a un resumen de la literatura española. Escasa porque lo perfecto es inseparable de lo escaso. ¿No habéis notado, dice Antonio Castro Leal, que la primera impresión de lo perfecto es siempre escasez? Escribía una prosa lúcida, transparente, tersa, rica de esencias. Ninguna palabra desborda. La copa se llena hasta los bordes, trémula. Ni una gota de más ni de menos. Pocos escribieron una prosa así de jugosa y rica de matices. Algunos nombres ya han sido recordados al respecto. Sus cuentos, sus relatos, sus ensayos equivalen a esas pequeñas esculturas de la antigüedad mexicana, que para ser grandes no hace falta que sean monumentales: caben en la palma de la mano, unas; se pueden leer en un minuto otras miniaturas ¿pero quién ha dicho que en la miniatura no cabe la perfección, la suma belleza, el extremo poder expresivo? Antes que él, sólo Luis de la Rosa —como ya está dicho— escribió prosas así de breves. Después de Julio Torri, sólo Juan José Arreola las escribe así. 

Al irse Julio Torri nos dejó la lección permanente de que las tareas de la vida hay que cumplirlas con el máximo rigor. Todo querido por el corazón y la cabeza, en venturoso concilio. Unas cuantas páginas, sí, pero que no mueran jamás del todo. 

La última vez que lo visité en su mera condición de gran escritor, hace tres años, al cumplirse el cincuentenario de Ensayos y poemas, era todavía el dueño y señor de todos sus dones: la referencia erudita, el dato desconocido o poco recordado, la sonrisa a flor de labio, el cuento alegre, verde y punzante. Hará un año, al volverlo a encontrar ya era otro hombre: sus ochenta años ya le pesaban. El amanecer, mediodía y atardecer luminosos iban cediendo a la noche que avanzaba implacable. La palabra aún más lenta, más a saltos. La sonrisa marchita, mortecina. Flaca ya la memoria, que fue asombrosa, ágil y capaz de moverse entre miles de nombres y títulos. Fue derechito a sus libros preferidos, a sus ediciones numeradas, a aquellas de atrevidas ilustraciones que fueron su placer. Un poco de descuido se advertía, sin embargo, en los estantes. Aquel olor a naftalina, que era un elemento de su biblioteca, lo encontré entonces tenue, diluido, también como en marcha y despedida. Sólo unos minutos acompañé en la ocasión a Julio Torri. Comuniqué mis impresiones a Ernesto Mejía Sánchez, quien le hizo una visita en días más cercanos. El relato del encuentro, afirmó la dolida certeza de que el fin estaba próximo. 

No fue triste la vejez de Julio Torri. El filósofo epicúreo a la vez que estoico, el lector de todas las obras maestras, el familiar de los grandes autores estaba formado para aceptar, sin dolores ni temores, el minuto final. Ido el placer, la muerte ¿a quién aterra? Como vino al mundo, murió sin amores ni esperanzas, lo diremos para recordar al maestro mexicano Ignacio Ramírez. En su tarde había celajes. Estrellas en su noche.

Transcripción por Antonio Saborit

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz