Alfonso Reyes (1889-1959)

por Pedro Henríquez Ureña (1884-1946)

Alfonso Reyes

En Obra Crítica, FCE, México, 2001, pp. 292-299.

Al fin, el público se convence de que Alfonso Reyes, ante todo, es poeta. Como poeta empiezan a nombrarlo las noticas casuales: buena señal. Buena y tranquilizadora para quienes largo tiempo defendimos entre alarmas la tesis en cuyo sostén el poeta nos dejaba voluntariamente inermes. 

Cuando Alfonso Reyes surgió, hace veinte años, en adolescencia precoz, luminosa y explosiva, se le aclamó poeta en generosos y fervorosos cenáculos juveniles. Estaba lleno de impulso lírico, y sus versos, al saltar de sus labios con temblor de flechas, iban a clavarse en la memoria de los ávidos oyentes: 

	La imperativa sencillez del canto…
Aquel país de las cigarras de oro,
en donde son de mármol las montañas…
	¡Amo la vida por la vida!... 
A mí, que no piso siendo la voz del suelo,
¿qué me dices con tu silencio y tu oración?

Aquel momento feliz para juventud mexicana —el momento de la revista Savia Moderna, de la Sociedad de Conferencias— pasó pronto. Con más brío, con mayor solidez, vendría el Ateneo (1909); la edad de ensueño y de inconsciencia había terminado: el Ateneo vivó entre luchas y fue, en el orden de la inteligencia pura, el preludio de la gigantesca transformación que se iniciaba en México. La Revolución iba a llamar a todas las puertas y marcar en la frente a todos los hombres; Alfonso Reyes, uno de los primeros, vio su hogar patricio, en la cima de la montaña, desmantelado por el huracán que nacía:

¡Ay casa mía grande, casa única!

El poeta ocultó su canción ante la tormenta. Canción es autobiografía; la suya iba toda en símbolo y cifra, y todavía tuvo empeño en esconderla. Después el guardarla se hizo hábito. Era:

cancioncita sorda, triste…
canción de esclava, que sabe
a fruto de prohibición…

Toda en símbolo y cifra; rica en imágenes complejas, en figuras sutiles con hermetismos de estirpe rancia o de invención novísima, pero transparente para la atención afectuosa. Canción cargada de resonancias sentimentales: mientras los ojos se van tras los iris del torrente lírico, el oído reconstruye con las resonancias la historia mínima, historia de alma intensa en la emoción y en la pasión. Y así, en la “Fantasía del viaje” el asombro de los espectáculos nuevos (“¡He visto el mar!”) su funde con la tragedia de la casa paterna, del paisaje nativo que se ha quedado atrás, con sus fraguas de metal y sus campos polvorientos. Principia la odisea: bajo la máscara homérica suena el lamento de la despedida, la “Elegía de Ítaca”: 

¡Ítaca y mis recuerdos, ay amigos, adiós!

Y el hombre que prueba el sabor salado del pan ajeno hace su camino entre ímpetus y desfallecimientos. Cayendo y levantando, acaba por confiarse a la vida: 

Remo en borrasca, 
ala en huracán:
la misma furia que me azota
es la que me sostendrá. 

Se hace dura la vida; pero en mitad de las tormentas sobrevienen días puros, días alcióneos, de cielo diáfano, de aire tibio, sin el rumor ni el ardor de la primavera:

Si a nuevas fiestas amanezco ahora,

otras recuerdo con un llanto súbito…

Las lámparas del hogar nuevo, encendidas trabajosamente en tierra extraña, son por fin señales de paz, a cuya luz se descubre en la valerosa compañera “la vibración de plata —hebra purísima— de la primera cana” y se saborea la “voz de niño envuelta en aire” y el “claro beso impersonal” del hijo de los padres. 

Después la vida le devuelve parte de los dones hurtados y le cumple triunfos prometidos; la resucitada juventud recobra la voz, ahora con resonancias nuevas: sobre las notas cálidas, de pecho de ave, domina el timbre metálico de la ironía, óxido de los años… Pero ironía sin hieles, que persigue guiños y fantasías de las cosas en vez de las flaquezas humanas; cabriola de ideas, danza de ingenio. Los ojos se regalan fiestas y viajes; las ciudades, reducidas a síntesis cubistas, desfilan en procesiones irreales, como a todo viajero de mirar intenso, se le encogen en signos mágicos con que se evoca el espíritu del lugar.

Con los años, todo poeta lírico, cargado de vida contradictoria, de emociones complejas, tiende a poeta dramático. En Alfonso Reyes, el drama ha llegado: su obra central, donde ha concentrado la esencia de su vida y de su arte, es un poeta trágico: Ifigenia cruel.

En el instante que atravesamos, Grecia ha entrado en penumbra: no sabemos si para eclipse pasajero o para sombra definitiva. Excepciones ilustres (¡Santayana! ¡Paul Valéry!) las hay, y son raras. Pero en los tiempos en que descubríamos el mundo Alfonso Reyes y sus amigos, Grecia estaba en apogeo: ¡nunca brilló mejor! Enterrada la Grecia de todos los clasicismos, hasta las de los parnasianos, había surgido otra, la Hélade agonista, la Grecia que combatía y se esforzaba buscando la serenidad que nunca poseyó, inventando utopías, dando realidad en las obras del espíritu al sueño de perfección que en su embrionaria vida resultaba imposible. Soplaba todavía el viento tempestuoso de Nietzsche, henchido del duelo entre el espíritu apolíneo y el dionisíaco; en Alemania, la erudición prolífica se oreaba con las ingeniosas hipótesis de Wilamowitz; en los pueblos de lengua inglesa, el público se electrizaba con el sagrado temblor y el irresistible oleaje coral de las tragedias, en las extraordinarias versiones de Gilbert Murray, mientras Jane Harrison rejuvenecía con aceite de “evolución creadora” las viejas máquinas del mito y del rito; en Francia, mientras Victor Bérard reconstruía con investigaciones pintorescas el mundo de la Odisea, Charles Maurras, peregrino apasionado, perseguía la transmigración de Atenas en Florencia. 

De aquella Hélade viviente nos nutrimos. ¡Cuántas veces después hemos evocado nuestras lecturas de Platón; aquella lectura del Banquete en el taller de arquitectura de Jesús Acevedo! Aquel alimento vivo se convertiría en sangre nuestra; y el mito de Dionisos, el de Prometeo, la leyenda de la casa de Argos, nos servirían para verter en ellos concepciones nuestras. 

La Ifigenia cruel está tejida, como las canciones, con hilos de historia íntima. El cañamazo es la leyenda de Ifigenia en Táuride, salvada del sacrificio propiciatorio a favor de la guerra de Troya y consagrada como sacerdotisa de la Artemis feral entre los bárbaros. En la obra de Alfonso Reyes, la doncella trágica ha perdido la memoria de su vida anterior. Cuando Orestes llega en su busca, ella rehusa acompañarlo, contrariando la tradición recogida por Eurípides. Orestes, espoleando por las urgencias rituales de su expiación, que es la expiación de toda su raza, se lleva la estatua de Artemis. Ifigenia se queda en la tierra extraña. En la concepción primitiva de Alfonso Reyes, Ifigenia se ponía a labrar un ídolo nuevo, una nueva Artemis, para sustituir la que le arrancaban Orestes y Pílades. En la versión definitiva de la tragedia, le basta aferrarse a la nueva patria. 

Quien sepa de la vida de Alfonso Reyes sentirá el acento personal de su Ifigenia cruel:

Ando recelosa de mí,
acechando el golpe de mis plantas, 
por si adivino adónde voy…
	Es que reclamo mi embriaguez, 
mi patrimonio de alegría y dolor mortales.
¡Me son extrañas tantas fiestas humanas
que recorréis vosotras con el mirar del alma!..
	Hay quien perdió sus recuerdos
y se ha consolado ya…
	Y cambia el sueño de los ojos
por el sueño de su corazón…

Alfonso Reyes se estrenó poeta; pero desde sus comienzos se le veía desbordarse hacia la prosa: su cultura rebasaba los márgenes de la que en nuestra infantil América creemos suficiente para los poetas; su inteligencia se desparramaba en observaciones y conceptos agudos, si no estorbosos, al menos inútiles para la poesía pura. 

Su cultura era, en parte, fruto de la severa disciplina de la antigua e ilustre Escuela Preparatoria de México; en parte, reacción contra ella. Ser “preparatorianos” en el México anterior a 1910 fue blasón comparable al de ser “normalien” en Francia. Privilegio de pocos era aquella enseñanza, y quizá por eso escaso bien para el país: a quienes alcanzó les dio fundamentos de solidez mental insuperable. De acuerdo con la tradición positivista, la escala de las ciencias ocupaba el centro de aquella construcción; hombres de recia contextura mental, discípulos de Barreda, el fundador, vigilaban y dirigían el gradual y riguroso ascenso del estudiante por aquella escala. A la mayoría, el paso a través de aquellas aulas los impregnó de positivismo para siempre. Pero Alfonso Reyes fue uno de los rebeldes: aceptó íntegramente, alegremente, toda la ciencia y toda su disciplina; rechazó la filosofía imperante y se echó a buscar en la rosa de los vientos hacia donde soplaba el espíritu. Cuando se alejó de su alma mater, en 1907, bullían los gérmenes de revolución doctrinal entre la juventud apasionada de filosofía. Tres, cuatro años más y el positivismo se desvanece de México, cuando en la política se desvanece el antiguo régimen. 

En la obra de Alfonso Reyes la influencia de su Escuela se siente en el aplomo, en la plenitud de cimentación. Al principio se extendía a más, aun contrariando su deseo; todavía en El suicida (1917), junto a páginas de fina originalidad, hay páginas de “preparatoriano”, con resabios de escolástica peculiar de aquel positivismo. 

Fuera de su Escuela, olvidadiza o parca para las humanidades, hubo de buscar también sus orientaciones literarias. Lector voraz, pero certero, sin errores de elección; impetuoso que no se niega a sus impulsos, pero les busca el cause mejor, su preocupación fue no saber nada a medias. Hizo —hicimos— largas excursiones a través de la lengua y la literatura española. Las excursiones tenían la excitación peligrosa de las cacerías prohibidas; en América, la interpretación de toda tradición española estaba bajo la vigilancia de espíritus académicos, apostados en su siglo XVII (¡reglas!, ¡géneros!, ¡escuelas!), y la juventud huía de la España antigua creyendo inútil el intento de revisar valores o significados. De aquellas excursiones nacieron los primeros trabajos de Alfonso Reyes sobre Góngora, explicándolo por el impulso lírico que en él tendía “a fundir colores y ritmos en una manifestación superior”, y sobre Diego de San Pedro, definiendo su Cárcel de amor como novela perfecta en la elección del foco, al colocarse el autor dentro de la obra, pero sólo como espectador. Y de los temas españoles se extendió a los mexicanos; en uno de sus estudios, inconcluso y ahora sepulto entre los folletos inaccesibles, El paisaje en la poesía mexicana del siglo XIX, apuntó observaciones preciosas sobre las relaciones entre la literatura y el ambiente físico en América.

De aquellas excursiones pudo pasar, en 1913, a desempeñar la primera cátedra de filología española que existió en México, en aquella quijotesca jornada en que creamos, sin ayuda oficial, los cursos superiores de humanidades en la Universidad; pudo pasar en Madrid a ser uno de los obreros de taller en el Centro de Estudios Históricos y la Revista de Filología Española, bajo la mano sabia, firma y bondadosa de Menéndez Pidal, junto al cordial estímulo y la ejemplar disciplina de Américo Castro y Navarro Tomás

Se puso íntegro en esas labores; entre 1915 y 1920 va dando sus estudios y ediciones del Arcipreste, de Lope, de Alarcón, de Calderón, de Góngora, de Quevedo, de Gracián, su versión del Cantar de Mio Cid, en prosa moderna. Y de él, de esos trabajos, proviene una porción interesante de las nociones con que se ha renovado en nuestros días la interpretación de la literatura española: desde el medieval empleo cómico del yo en el Arcipreste hasta el significado el teatro de Alarcón como “mesura propuesta contra Lope”. 

En aquellos años de Madrid no sólo las investigaciones del pasado literario lo absorbían; sobre la montaña oscura y honrada de las papeletas se alzaba todavía la página semanal de El Sol, con disquisiciones sobre historia (de allí ha podido entresacar el ingenioso volumen de Retratos reales e imaginarios); se alzaba, por fin, la arboleda de las traducciones —Sterne, Chesterton, Stevenson—: los editores de Madrid vivían el período más fértil de su furia de lanzar libros extranjeros. 

Alfonso Reyes se puso íntegro en sus labores, porque no sabe ponerse de otro modo en nada; pero suspiraba por la pluma libre, para la cual le quedaban ratos breves. El trabajo del investigador, del erudito, del filólogo, aprisiona y devora: en sus cartas —cartas opulentas, desbordantes— se quejaba él de la tiranía creciente de la pantufla filológica”. Habría podido agregar, como Henri Franck en parejo trance: “¡Pero danzo en pantuflas!”

Y de sus danzas furtivas, en ratos robados, salían los versos, los cuentos, los ensayos, las notas mínimas y agudas. Con ellos, sumándolos a escritos anteriores de México o de París, van saliendo los libros libres: Cartones de Madrid, El suicida, Visión de Anáhuac, El plano oblicuo, El cazador. Después, en años de libertad, vienen los tomos de versos y la Ifigenia, el Calendario, las cinco series de Simpatías y diferencias

En Alfonso Reyes, el escritor de la pluma libre es de tipo desusado en nuestro idioma. Buscando definirlo, clasificarlo (¡vieja manía!), se le llama ensayista. Y se parece, en verdad, a ensayistas ingleses; no a la grave familia, filosófica y moralista, de los siglos XVII y XVIII, ni a la familia de polemistas y críticas del XIX, sino al a de los ensayistas libres del período romántico, como Lamb y Hazlitt. La literatura inglesa lo familiarizó temprano con esas vías de libertad. Pero su libertad no viene sólo del ejemplo inglés; es más amplia. Tuvo él la singular fortuna de convivir desde la adolescencia con espíritus abiertos a toda novedad, para quienes todo camino merecía los honores de la prueba, toda fantasía los honores de la realización. Pudo, entre tales amigos, concebir, escribir, discutir la más imprevista literatura; adquirió, así, después de vencer la pesada herencia del “párrafo largo”, soltura extraordinaria; Antonio Caso, uno de los amigos, la definía como el poder de dar forma literaria a toda especie de “ocurrencias”. Sus ensayos convertían en certidumbre el dicho paradójico de Goethe: “La literatura es la sombra de la buena conservación”. Concepto nuevo, atisbo psicológico, observación de las cosas, comparación inesperada, invención fantástica, todo cabía y hallaba expresión, cuajaba en estilo ágil, audaz, de toques rápidos y luminosos. 

En la más antigua de sus páginas libres, junto a la fácil maestría de la expresión se siente aún el peso de las reminiscencias: es natural en el hombre joven contemplar la vida con los libros. Entre sus cuentos y diálogos de El plano oblicuo los hay, como el episodio de Aquiles y Helena, cargados de literatura —de la mejor—; pero hay también creaciones rotundas y nuevas, como “La cena”, donde los personajes se mueven como fuera de todo plano de gravitación; hay fondos espaciosos de vida y rasgos de ternura rápida, entre piruetas de ingenio, en “Estrella de oriente”, en las memorias del alemán comerciante y filólogo. ¡Lástima que el cuentista no haya perseverado en Alfonso Reyes!

El hombre de imaginación, de sentidos ávidos y finos, nos ha dado al menos la Visión de Anáhuac, “poema de colores y de hombres, de monumentos extraños y de riquezas amontonadas”, dice Valéry Larbaud, colorida reconstrucción del espectáculo del México azteca, centro de la civilización esparcida en aquella majestuosa altiplanicie, “la región más transparente del aire”; el observador nos ha dado los Cartones de Madrid, apuntes sobre el espectáculo renovadamente goyesco de la capital española, dentro de la altiplanicie castellana, desnuda, enérgica, erizada en picos y filos. Aquellas dos altiplanicies, semejantes para la mirada superficial, opuestas en su esencia profunda, preocupan al escritor: en ellas están las raíces de la enigmática vida espiritual de su patria. 

Porque en Alfonso Reyes todo es problema o puede serlo. Su inteligencia es dialéctica: le gusta volver de revés las ideas para descubrir si en el tejido hay engaño; le gusta cambiar de foco o punto de vista para comprobar relatividades. Antes perseguía relaciones sutiles, rarezas insospechadas; ahora, convencido de que las cosas cotidianas están henchidas de complejidad, se contenta con señalar las antinomias invencibles con que tropezamos a cada minuto. “Antes coleccionaba sonrisas; ahora colecciono miradas”.

Pero la convicción de que el universo es antinómico no lo lleva a ninguna forma radical de pesimismo; el fatalismo de su pueblo no hace presa en él; nunca será fatalista, sino agonista, luchador. Como artista sabe que las antinomias del universo se resuelven, para el sentido espectacular, en armonías, y una mañana de luz, después de una noche de lluvia, nos da la fe, siquiera momentánea, en el equilibrio esencial de las cosas: “la inmarcesible faz del mundo brilla como en el primer día”. Y sabe que en la creación artística el impulso lírico impone ritmos a la discordancia. 

Concibe el impulso lírico —su teoría juvenil, que largamente discutimos, pero que nunca recibió vestidura final— como forma de la energía ascendente de la vida. Conoce, siente los valores del impulso vital, de la intuición, del instinto. Pero no se confía solamente a ellos; sabe que pueden flaquear, traicionar. 

Cuando, en oposición al positivismo, cundieron las triunfantes filosofías de la intuición, empeñadas en reducir la inteligencia a mera función útil y servil, pudo pensarse que Alfonso Reyes encontraría en ellas la justificación y a ampliación de sus conatos teóricos y hasta de su temperamento. No fue así; interesado honradamente en ellas, como sus amigos, resistió mejor que otros a la fascinación del irracionalismo. El impulso y el instinto, en él, llaman a la razón para que ordene, encauce y conduzca a término feliz. 

Como su visión artística, su confianza en la desdeñada razón lo aleja del pesimismo. La razón, educada en la persecución de la verdad, dispuesta a no descansar nunca en los sitiales del error, a no perderse entre la niebla de las ideas vagas, a precaverse contra las ficciones del interés egoísta, es luz que no se apaga. Toda otra iluminación, quizá más intensa, está sujeta a la desconocida voluntad de los dioses. Alfonso Reyes, poeta de emociones hondas, hombre de imaginación y de ingenio, ensayista cuya libertad llega a vestir las apariencias del capricho arbitrario, es el reverso del improvisador sin brújula y del extravagante sin norma: predica —y ejemplifica— para su patria, la fidelidad a la única luz firme, aunque modesta. Debajo de sus complejidades y sus fantasías, sus digresiones y sus elipses, se descubre al devoto de la noción justa, de la orientación clara, de la “razón y la idea, maestras en el torbellino de todas las cosas subconscientes”.

Buenos Aires, 1927

Transcripción por Ernesto Sánchez Pineda

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz