Pablo González Casanova (1889-1936)

por Carlos González Peña (1885-1955)

EN LA MUERTE DE PABLO GONZÁLEZ CASANOVA

Carlos González Peña, Gente mía, 1946.

Cada día morimos; cada día la vida nos quita parte de nuestra vida…

– Y estas palabras del místico viril, estas palabras de San Agustín, las corroboramos cuando, al borde del camino, cae uno de los seres amados que nos acompañaban en la marcha.

Seres de elección; almas a las que nos aproximamos, como obedeciendo un mandato anterior; espíritus que estuvieron cerca, y a los que reconocimos por una señal que en silencio nos hacían, como diciendo: “Ven; soy tuyo; eres de los míos”, ¡cómo no, cuando desaparecen del mundo mortal, para penetrar en el misterioso resplandecer de las transfiguraciones, cómo no sentir, con un temblor de infinita melancolía, la parte de soledad que nos dejan, la parte de nuestra propia vida que nos quitan!

Con su infatigable vestir de luto.

Con su infatigable vestir de luto —al desgaire el traje negro, negra la corbata, negro el sombrero aludo que en amparo juvenil su calva inesperada cubría—; con sus ojos de candor y de mirar profundo, benévolos en la caricia, en la pasión llameantes, animando e iluminando la faz lampiña, bajo la espesura de las negras cejas; con su palabra de bondad que fluía, risueña o ardiente, de la boca fina, trazo aristocrático bajo la corva, irónica nariz afilada, le teníamos aquí apenas la semana pasada…

¡Y hete que de pronto se marcha! ¡Tan discretamente como había venido! ¡Tan callado, tan cortés como él era en la gracia —pura, rara, limpia— de la amistad otorgada; de la amistad dispensada —diríamos— pues que tanta era la luz que de ella emanaba y se difundía, al modo de la íntima lámpara que, en el rincón en que pensamos, la expande sobre la página por leer o por escribir, dándonos, con claror, un no sé qué de llana confianza!

Todavía está abierto el libro cuyo pasaje leímos juntos. Arrebatándolo de mis manos, recitó el trozo magnífico que evocaba a la Venus de Urbino —mujer en proximidad del amor, mujer que no mostraba “la pureza ruda de Miguel Ángel, el candor helado del mármol”. Y aún tengo en los oídos aquella su peculiar manera de acentuar los contornos de extranjera lengua, arrastrando las sílabas, silbando las erres, apretados los labios, en tanto que las pupilas, en radiación de inteligencia, extendían, impalpable, el comentario luminoso… ¡Y junto a esto lo de todos los días! Cabos de charla que se atan de una mañana a otra, observaciones sobre la cuestión del momento, la broma insinuada, la risa a la que se da suelta, una conclusión que se esboza, el monosílabo que estalla, cuartillas que van y vienen, el compañero que entra, el saludo al que, tras de la vidriera, pasa: la vida, en suma; la vida cotidiana, que se desliza al parecer tan lenta y tan ausente de contenido, y que, sin embargo, va tan de prisa y lo tiene tanto…

* * *

Callada, cortés, silenciosamente, se marchó. Y, pues, se ha ido, hay que fijar el punto de partida del recuerdo que nunca se irá; recapitular aquella noble vida, exaltarla en infinita reverencia.

En Pablo González Casanova se identificaba el espíritu con el hombre; realizábase musical armonía entre su yo interno y su yo exterior. La simpatía rumorosa que de su persona brotaba en efluvios era reflejo del alma que no se recataba ni escondía, y que todos encontrábamos a flor de pupila y en el apretón cordial de las manos efusivas y generosas.

Ante todo, su hidalguía. Fue el tipo acabado de perfecto caballero. Se podía descansar en él; se podía reposar confiadamente en él. A la mesura del habla correspondía la nobleza de su gesto; del gesto físico y moral. Incapaz de falsía; incapaz de murmuración; incapaz de decir ni de hacer nunca lo que pueda rebajar, en un ápice, la dignidad humana, pasó, entre hombre e instituciones, rodeado del general y acatador respeto que impone el puro y bueno.

Trascendía su hidalguía en señoril finura. Personificaba la finura Pablo González Casanova. Finura en el saludar; finura en el hablar; finura en el obrar. En fausto y abundancia se había mecido su cuna; y —¡caso extraño, por tan poco usual!— la pobreza que le acompañó buen trecho de su existencia, jamás borró en él un ademán, un modo de ser interesante de gran señor. Olvidaba sus penas para dolerse de las de los demás; ahogaba sus tristezas para no causar desentono en la ajena alegría.

Justamente —y permítaseme que lo recuerde, porque ello pinta al sujeto de elección que él fue— en los días que precedieron al de su muerte, brotó del alma y de los labios del casi agonizante impulso de alteza nobilísima encarnado en anhelo de franciscana sencillez. Festejábanse los quince años de linda chicuela. Presa del dolor, presintiendo acaso la proximidad de su fin, debatíase Pablo en el lecho que sería mortuorio. Pues bien: la crueldad de su tortura, la inminencia del tránsito, no desvaneció de su mente el empeño —caballeroso y cortés— de hacerse presente en la entrada de aquella primavera. Su tema, el tema del día, fue el de que los suyos, alguno de los suyos atribulados, saliese a buscar, saliese a comprar el regalo para la chiquilla. Y el férvido voto se cumplió. En el umbral de la muerte el caballero herido, sonriente y con el índice en los labios, epilogaba su cordial historia.

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Llegando a la mitad del camino de la vida, y mucho antes de peinar canas, era ya un sabio.

Desde su infancia, allá en su nativa Yucatán, le atrajo, en alas de la poesía, el afán de romper los velos –para él densos entonces– de una vasta ciencia: la ciencia del lenguaje. No le bastaba el propio: elevándose a la consideración de cada lengua, de cada dialecto, de cada voz y forma gramatical, soñaba en conseguir un día penetrar en el misterio de sus relaciones recíprocas; descubrir en la palabra, como el geólogo en la piedra, enseñanzas reveladoras.

Fue filólogo por vocación; lo fue, también, por dedicación heroica. En los más ilustres centros universitarios de Alemania, a los que concurrió y en los que se nutrió desde la adolescencia, se formó y disciplinó. Su espíritu —de elevada universalidad— se afinó y depuró en directo e inmediato contacto con la civilización europea, en diversos y fructuosos viajes. Y con su caudal rico, y con su ilusión floreciente y florecida de explorar el vasto campo filológico, retornó a México.

Antes que periodista, hubiera sido Pablo González Casanova un solitario de gabinete; ¡qué noche, en su hoy truncada vida, no le sorprendió rechazando, cruel, venciendo al cansancio del diario bregar, para entregarse, para proseguir la investigación filológica nunca interrumpida! Mas la sabiduría no es planta a la cual ofrezcan condiciones propicias estas latitudes. La sabiduría se rinde aquí, y desfallece, cuando no va cogida del brazo de la santidad. Todavía no desaparece la doliente época que el insigne Orozco y Berra, irónico y entristecido, simbolizaba para el libre desenvolverse del arte y de la ciencia mexicanos, en esta sentencia: “Cuando hay pan, no hay tiempo; cuando hay tiempo, no hay pan”.

Volvió Pablo los ojos al periodismo; al periodismo y a la enseñanza: únicos refugios aquí asequibles al pensamiento. Ha consagrado a ellos lo mejor de sus años. Su sólida, su maravillosa cultura, hermanando con su alteza espiritual, le servía, le fortalecía, le tonificaba, le sutilizaba, al volver los ojos al panorama social para convertirse –invariablemente– en abogado de toda buena causa. Luchó por la libertad, luchó por la justicia, luchó por los fueros del espíritu, envolviéndose en la túnica del prócer que jamás olvida y siempre sirve los destinos patrios.

Allá queda, inconclusa, la grande obra que el sabio, en sus veladas, elaboraba en la quietud de su estudio, amurallado de libros. Dispersos en periódicos y revistas, los escritos que en prosa robusta realizaban el desposorio de la sabiduría con el bien. En nuestras almas, la congoja del amigo muerto, y el culto y el símbolo del hombre para quien, en las vicisitudes de la vida, fue extraño todo cuanto no se resolviese en suprema belleza mortal.

1936

Gente mía, 1946

Transcripción por Antonio Saborit

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz