Carlos Díaz Dufoo, Jr. (1888-1932)

por Julio Torri (1889-1970)

CARLOS DÍAZ DUFOO, HIJO

En Obras completas, Fondo de Cultura Económica, México, pp. 207-209.

Cést un devoir à chaque groupe littéraire comme

à chaque bataillon en campagne de

retirer e d’enterrer ses morts.1

Sainte-Beuve: Portraits Littéraires

En los primeros años del siglo aparece en nuestras letras una serie de escritores malogrados –Couto, Gómez Robelo, Jesús T. Acevedo y Carlos Díaz Dufoo, hijo– que nos dejaron breve producción pero de sorprendente calidad y un noble ejemplo de amor exclusivo a la Belleza. Deliberadamente inadaptados al medio ambiente, atentos solo a un alto designio espiritual. Almas escogidas de la familia del orgulloso Cavalcanti, sus cortas y atormentadoras existencias tienen el matiz de la rareza de los poètes maudits.

Sus estudios dotaron para siempre, a Díaz Dufoo, Jr., de distinción meditativa. Con él muere lo mejor de una generación que se agota en ingrata lucha con el medio poco propicio a las manifestaciones de la cultura. Tan loco, tan valeroso, tan nietzscheano, cuantos le tratamos podemos repetir las palabras que de Nerval escribió Gautier: “N’a causé d’autre chagrin à ses amis que celui de sa mort”.2

Nunca sacrificó en el altar del buen éxito o del oportunismo. Su probidad literaria parece ilustrar esos versos de Villiers de l’Isle Adam:

Car l’indifférence este le seul hommage

Dont je suis jaloux.3

Las pequeñas y grandes contrariedades que cada día nos salen al encuentro molestaban tal vez demasiado su hiperestesia de elegido; de aquí ese humorismo despiadado que brota en su obra, pero solo en sus últimas producciones.

Ninguno de su generación abrigó más serio plan de estudios que él. Como nadie entre nosotros conocía a los Presocráticos, a Spinoza, a los alquimistas de la Edad Media, a Descartes, Locke y Berkeley. “La erudición ultravioleta de mi hijo”, decía risueño en alguna ocasión su humanísimo padre. Su dedicación a obras filosóficas explica la inusitada riqueza de ideas en sus breves escritos. Aun a su estilo trasciende este comercio con los pensadores sustanciales. Padeció el horror del verbalismo y frecuentemente vuelca su meditar en centelleantes aforismos. Su expresión es concentrada, límpida. Como muestra copio en seguida su Epitafio, tan puro de alardes corintios, en que exalta la vida recatada que amaron los epicúreos.

EPITAFIO

Extranjero, yo no tuve un nombre glorioso. Mis abuelos no combatieron en Troya. Quizá en los demos rústicos del Ática, durante los festivales dionisíacos, vendieron a los viñadores lámparas de pico corto, negras y brillantes, y pintados con las heces del vino siguieron alegres la procesión de Eleuterio, hijo de Semele. Mi voz no resonó en la asamblea para señalar los destinos de la república, ni en los symposia para crear mundos nuevos y sutiles. Mis acciones fueron oscuras y mis palabras insignificantes. Imítame, huye de Mnemosina, enemiga de los hombres, y mientras la hoja cae vivirás la vida de los dioses.

Algunos seres escogidos –the happy few, que dice Byle– se muestran tenazmente reacios a adaptarse a las condiciones de nuestra vida: desdeñan la baja comodidad, los honores, la posición social encumbrada, y demás desiderata que es dable alcanzar en la tierra. Se refugian en todo lo que puede despicar su sed de infinitud: la música, la filosofía, la existencia desasida y errátil. Nunca pierden su extranjería en nuestro planeta, y sus vidas fugaces y luminosas siguen –al decir de Stefan Zweig– parabólica trayectoria.

Díaz Dufoo Jr. era de esta selectísima familia de espíritus a quienes toda baja realidad hiere de modo punzante, y que terminan por aniquilarse en un ansia vehementísima de infinito.

En El barco reacciona con violencia incontenible contra la falsa actitud que sirve a tantos para prosperar. Basta la inminencia de un peligro mortal para que abandonen sus disfraces convencionales y nos muestren sus deformadas almas y su pensar bajo.


He aquí algunos pensamientos de su notable libro Epigramas (París, 1927):

Vida magnífica, brillante como Colada, sonora como peán. Abundante gloria y recuerdo glorioso. Al doblar el cabo de la muerte, el Fundidor de Botones.

La incoherencia solo es un defecto para los espíritus que no saben saltar. Naturalmente, solo pueden practicarla los espíritus que saben saltar.

Inmortalidad. Sin apetitos, sin deseos, sin dudas, sin esperanzas, sin amor y sin odio, tirado a un lado del camino, mira pasar eternamente las horas vacías.

Murieron tristes y austeros, dejando tras de sí hijos felices y frívolos.

–Un viejo es siempre un rey Lear.

–Un viejo es siempre un Polonio.

–Sé tú mismo.

–Sé lo esencial de ti mismo.

–Yo vendí mi alma por un gran amor.

–Yo vendí mi alma por una actitud irreprochable.

–Yo vendí mi alma por una actitud irreprochable.

–Yo vendí mi alma por no ser lo que otros eran.

–Yo vendí mi alma por no saber que tenía un alma.

–Yo vendí mi alma por saber si tenía un alma.

Gastó largos años para hacer un estilo. Cuando lo tuvo, nada tuvo que decir con él.

De los libros valen los escritos con sangre, los escritos con bilis y los escritos con luz.

Transcripción por Ernesto Sánchez Pineda

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz