Ramón López Velarde (1888-1921)

por Agustín Loera Chávez (1884-1961)

CÓMO VI A RAMÓN LÓPEZ VELARDE

México en la Cultura, suplemento de Novedades, 8 de Mayo de 1960.

Buenas noticias de su poesía y lecturas casuales en algunas revistas del tipo de Pegaso nos llevaron a conocer La sangre devota hacia 1916, cuando los jóvenes de gusto más depurado, como Manuel Toussaint, habían publicado ya las Cien mejores poesías líricas mexicanas o eruditos de la talla de Genaro Estrada (a quien hoy por su carácter de extraños perfiles se tiene injustamente olvidado) habían hecho circular la valiosa antología Poetas nuevos de México: cuando ya, también, en el círculo de la primera Dirección General de Bellas Artes, cuya organización había sido planeada en Veracruz, nos movíamos con inagotable actividad –bajo la égida de don Alfonso Cravioto, subsecretario de Educación–, Efrén Rebolledo, Rafael Cabrera, Julio Torri, Manuel M. Ponce, Carlos González Peña, Luis Castillo Ledón, Jorge Enciso, Manuel Toussaint, Saturnino Herrán, Pancho Centeno y cien artistas e intelectuales más, y entonces fue cuando ocurrió mi primer contacto personal con Ramón López Velarde.

Aquella labor de cíclopes que desarrollamos en los años hostiles y trepidantes de 1915 a 1918 tenía –fuera de la esfera oficial– un particular encanto por la entrañable camaradería que se creó, ajena a la bohemia zarrapastrosa que como falsificada herencia del grupo de la Revista Moderna de México y los supuestos mosqueteros Jesús y Baudelio Contreras, seguían algunos pseudo poetas que nada tenían de la dulce y depurada sensibilidad de Manuel de la Parra o de la gallardía lírica de Roberto Argüelles Bringas –hoy los dos ingratamente olvidados.

Al grupo central de trabajo en Bellas Artes vinieron pronto a unirse, por accesión natural, valores de primera categoría: poetas insignes como el doctor Enrique González Martínez y con él Rafael López, Enrique Fernández Granados y el doctor Francisco C. Canale; historiadores como el venerable Luis González Obregón y espíritus selectos como Pedro de Alba, Jesús B. González y Enrique Fernández Ledesma. Aquí, entre estos tres últimos nombres, queda enclavado el de Ramón López Velarde.

Un mediodía, de aquellos en que espontáneamente y sin ritual alguno nos reuníamos a comer, terminada la jornada de la mañana y sin obligación posterior, ese epígono de la gracia que fue Jesús González llegó acompañado de López Velarde: alto, robusto y aparentemente desgarbado; vestido de pulcro terno negro y tocado con aquel gran sombrero “tímidamente mosquetero” según el verso certero de Tablada (hoy bastante olvidado); de un lento caminar, envuelta su figura como por un velo de misterio, el rostro amable de fácil sonrisa cordial, caía con frecuencia en silenciosos éxtasis en que su mirada penetrante, a la que su luminosa inteligencia daba súbitas fulguraciones, se clavaba en circunfleja reflexión o se perdía en las gasas lejanas del insondable misterio de su pensamiento.

Porque ciertamente había en Ramón –como lo llamábamos los allegados a su bien reducido círculo de afectuosas preferencias– una tendencia frecuente a la honda introspección. En aquellas deliciosas tardes del café Select, en la avenida Madero, reunidos a lo sumo dos o tres de sus amigos jóvenes a quienes no solo brindaba deferente acogida, sino que con frecuencia dejaba discurrir, dándoles lugar a ello con la parvedad de sus expresiones juiciosas y el acompasado fluir de su palabra certera, de viriles y provincianas entonaciones; en aquellas tardes, Ramón López Velarde, con la distinción espiritual que fue siempre la suprema característica de su personalidad, solía caer en un largo compás de silencio, la sólida cabeza casi inmóvil, los grandes ojos negros sujetos al arcano de su misterio y sólo su boca, en mínimos balbuceos de automáticas inflexiones se unía, de cuando en cuando, al coro de las aquiescencias.

En las cenas íntimas, varias veces en la casa en que Carlos González Peña colgó su primer nido, cabe la privada aquella de la calle de Colonia en que el infatigable periodista, de cultura literaria tan completa y, por lo vasta, solo comparable a su bondad, reunía a seis u ocho amigos de su predilección, todos varones; cenas en que la dilecta conversación del doctor González Martínez, salpicada de una fina ironía, alternaba con la oportuna gracia del talento crítico de Alfonso Cravioto, López Velarde era siempre el centro de atracción, atento y silencioso; con frecuencia rubricaba con risa franca las oportunas y a veces picantes salidas de tan brillantes corifeos del humor, así como las alusiones epigramáticas que tanto nos recordaban los áticos a propósito de aquel prodigio del ingenio que fue el Viejecito Urbina (hoy también olvidado). Si Ramón parecía aparentemente absorto, hundido en el arcano de su interioridad, había en el rictus inolvidable de su rostro el sello del insondable misterio que ha sido siempre el atributo de todo hombre de positivo valer. Aunque hubiera en sus ojos, llenos de luz, el destello de una inteligencia privilegiada, ampliamente abiertos o, con frecuencia, ligeramente entornados, el efluvio de bondad que siempre emanaba de sus pupilas tendía, para el observador, el velo de una meditación profunda, reconcentrada incógnita de íntimos devaneos en el telar del alma.

Sus  amplias  mejillas  de  pliegues  cordiales  que  irradiaban franqueza, obsecuente simpatía y, a veces, contenida emoción en un temblor casi imperceptible, encuadraban el decir mesurado de entonaciones graves en una boca viril, de labios ávidos y sensuales, o acompasaban su sonrisa abacial o la espontánea explosión de la risa frenada por innata distinción. Tras aquellos breves calderones de franca exterioridad, el rostro del poeta volvía pronto a una serena tranquilidad como si lo encubriera una mística incógnita de atavismos.

Esos simposios de ingenio y buen humor concluían siempre con la tenaz excitativa al poeta para que nos concediera el privilegio de ser los primeros en conocer su más reciente cosecha lírica. Y renuente al principio por un auténtico pudor intelectual y por aquella reserva de gran artista que conservó hasta “La suave patria” y su profético “33”, accedía al fin, para desgranar con voz robusta de inflexiones de oboe, una o dos de las últimas producciones inquietantes de su estro: así conocimos, mucho antes de publicarse Zozobra, poemas que, de asombro en asombro, nos dejaban, al terminar la velada, sumidos en hondas cavilaciones, contagiados por el arcano de su depurada inspiración, extasiados en la sorpresa de su técnica, en la maravilla de su adjetivación pero, más que nada, en el misterio de su potencia lírica que, rebasando todas las escuelas en boga, revolucionaba las más depuradas corrientes poéticas, saltaba sobre las ecuaciones de metáforas, vitalizaba los vocablos con un nuevo sentido, con asombrosas valoraciones semánticas no sospechadas desde Góngora y todo ello –en la suma de sus máximas excelencias– saturado en la masa de la sangre, por un hondo, sincero e inquietante mexicanismo. Así conocimos y conservamos por años el regusto de “Mi corazón leal se amerita en la sombra”, de “El minuto cobarde” y otros varios.

Publicada Zozobra y aparecidos en México Moderno algunos de sus poemas –pocos, por la frenada discreción de su temperamento lírico, mientras Ricardo Arenales y Leopoldo de la Rosa se prodigaban–, vino, hacia 1920, la catástrofe del gobierno presidido por Venustiano Carranza. López Velarde –que jamás nos habló de sus problemas personales– quedó al garete, jefe como sabíamos de una numerosa familia. Él, tan delicado en sus sentimientos filiales y en sus obligaciones fraternales, aceptó la invitación que le hicimos para venir a compartir con Manuel Toussaint y conmigo las arduas labores de la Editorial México Moderno en el modesto alero de la calle de Donceles. Ahí, en muy desmantelada estancia, se le acondicionó un pobre escritorio y diariamente concurría, por algunas horas de la mañana y preferentemente de la tarde, para entregarnos las valiosas cuartillas que él mismo se fijaba y que debían aparecer en alguna de las diversas publicaciones con que alimentábamos el interés de nuestros lectores. Por ello, aun en ediciones populares como La Novela Quincenal, editada para orientar el gusto de la casta estudiantil y elevar las aficiones de quienes en aquella época sólo leían relatos truculentos o vulgaridades policiacas, hay prólogos admirables, síntesis críticas y sugestivas notas escritas por López Velarde, que han ignorado todos los que hasta hoy han creído publicar la producción total del poeta jerezano.

Desde años atrás, unido por afecto a la labor editorial de México Moderno, nos visitaba al atardecer, con frecuencia sumándosea la tertulia que acostumbraban tener en nuestras oficinas el doctor González Martínez, don Antonio Caso y dos o tres intelectuales más entre los consagrados y que frecuentaron esporádicamente don Francisco A. de Icaza, Paco Orozco Muñoz, don Manuel Romero de Terreros, Carlos Barrera y aun Jesús Urueta en las postrimerías de su gloria, apremiado ya por la fatalidad al salir para Buenos Aires. Conversaba con los mayores y gustaba de halagar a los jóvenes como Jaime Torres Bodet, Bernardo Ortiz de Montellano y Enrique González Rojo, que entre los recién llegados a las letras eran nuestros más asiduos colaboradores y nos brindaban el estímulo inteligente de sus curiosidades literarias.

Desde entonces, al declinar la tarde, en callado pacto de amistad deferente y generosa para mí, dos o tres veces por semana acostumbrábamos salir a recorrer la ciudad, no sólo por las avenidas centrales como era habitual en los días del Selecty, sino por los barrios apartados de ambiente colonial. Doble deleite para él y para mí: él refrendaba su gusto acendrado por la provincia, de la que como nadie antes descubrió y cantó los perfiles más íntimos, captó los matices vernáculos más puros ennobleciéndolos en maravillosas figuras de herméticas y misteriosas valoraciones. Para mí, amante desde muy joven de los rincones vetustos de México, ese discurrir nocturno, disfrutando el privilegio de su conversación, era el redescubrimiento de nuevos latidos del alma nacional; así en un lento caminar, acompasado a mis pisadas, en múltiples ocasiones deambulamos por los barrios de Manzanares y de la Candelaria de los Patos, recorrimos en sus entrañas el barrio de La Merced, extasiados ante la maravilla de su convento y, acotándolo yo los nombres antiguos de aquellos lugares, su frase acertada acusaba con regocijo el regusto por esas designaciones llenas de tradición; no sólo las calles de Los Donceles de la Reina y los Cordobanes de España sino las callejuelas apartadas del Puente del Cuervo, La Cerbatana, los callejones de Los Parados y el Carrizo, la calle de La Machincuepa y las de los Estancos de Hombres y de Mujeres, nombres todos que le llegaban a lo más profundo de su interioridad.

Por ahí quedaron estos paseos nocturnos consagrados en un gracioso epigrama de Manuel Horta.

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Un grupo de íntima familiaridad formado por el ingeniero Eduardo Chávez, el poeta Carlos Pellicer, el doctor Carlos Aceves y uno o dos jóvenes más, acostumbraba realizar –en aspiración de epicúreos ingenuos– sus correrías nocturnas de alegres rebullicios, con la mayor discreción y refinado decoro, en aquellos años mozos de 1920. Un par de ocasiones la deferente camaradería de López Velarde llegó al extremo de brindarnos el privilegio de su compañía en las noches blancas de Apré L’Ondée, un sitio reservado de positiva distinción, cabe lo más selecto de la colonia Roma. La cena en elegante comedor se desarrollaba en un ambiente de sencilla cordialidad en el que López Velarde ponía de continuo el toque de su finura espiritual, así en la galantería para las damas –todas de auténtica belleza– como en sus alusiones a nuestras juveniles aventuras, para las que tenía no sólo una comprensión justificada por su edad, sino que las comentaba con un fervor dialéctico pleno de entusiasmo, de estimulante joi de vivre, de callada remembranza como si en su interioridad hubiera un paradójico reproche a lo que habían sido sus años mozos en la provincia ávida de placeres distinguidos, sellado rincón de pobreza y de silencios místicos.

Una a uno, y repetidas veces, éramos invitados con persuasivas instancias a relatar nuestras aventuras románticas y los deslices amatorios de mozalbetes inexpertos y, entre picarescos subrayados de buen humor o epigramáticos comentarios de supuestos galanteos, la velada mantenía un tono de exquisita finura por la presencia de ingénita sencillez, de amable espiritualidad que le imponía López Velarde. El floreteo del ingenio adquiría proporciones hiperbólicas con las agudezas analíticas de Eduardo Chávez y las metáforas sorprendentes de Carlos Pellicer; pero la antena del ingenio la mantenía enhiesta López Velarde, con su porte de señorial dignidad mental dentro de un empaque de canónica sobriedad que emanaba deferente simpatía y calurosa cordialidad, sin llegar, en momento alguno, a las alusiones vulgares ni, aún menos, a las familiaridades, que jamás se le conocieron.

Sí era de notar, aún en estas veladas blancas en que la exaltación poética de Pellicer provocaba inusitados comentarios, los largos silencios de López Velarde, que en el relato de todos nuestros contactos hemos señalado como un leit motiv de sus vivencias y que, a mi modo de ver, ha de ser uno de los temas más importantes para el estudio de su personalidad, ahora que tanto se ha excavado en el itinerario de su vida desde su infancia en Jerez, su juventud en Aguascalientes y su primera madurez en San Luis Potosí. Parece que, hurgando así, se ha dilucidado la posible identidad de la prima Águeda y de su cara Fuensanta, el coup de foudre con la señora M. C. S., etcétera, todos ellos datos realistas, positivamente objetivos, esperamos que algún día se haga la biografía interna de López Velarde y, como en otro caso bien conocido, se estudien, ahora que aún hay testigos fieles como Pedro de Alba y el doctor Jesús López Velarde, los SILENCIOS del gran poeta que son indudablemente los hilos más fieles para llegar a conocer, si esto es posible, el entrañable misterio de su vigorosa personalidad.

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Al llegar Vasconcelos a la jefatura del Departamento Universitario y de Bellas Artes, de la que hizo su antesala para restaurar la secretaría de Educación –malhadadamente destruida por un político–, de la caldera de iniciativas de aquel cerebro genial y paradójico surgió la creación de una revista de divulgación para educadores, maestros de provincia y el pueblo en general que tuviera ambiciones de perfeccionamiento. Yo me hallaba entonces en plena crisis moral en la que me sirvieron mucho los estimulantes alientos de López Velarde. Un buen día de fines de 1920, Manuel Toussaint me transmitió el llamado de Vasconcelos, que había publicado dos o tres de sus obras en Cvltvra y en México Moderno. El proyecto de aquel dínamo de actividades se me espetó en brevísimas palabras: “vamos a hacer una revista popular, única en la América de habla española, para todo el que sepa leer y quiera superarse”; y dándome un plazo angustioso de 24 horas se me exigió dirigirla, planearla, organizar todo un departamento en que sólo la circulación de 50,000 ejemplares por tiro –y en septiembre de 1921 se lanzaron, con “La suave patria”, 250,000– constituía un problema postal dificilísimo que, como todos los otros, fue superado en aquellas envidiables oficinas, creadas, desde su mobiliario, en la calle de Gante.

Para integrar el personal, como para toda la organización, se me dieron las más amplias facultades y el apoyo máximo del ministro en cierne. Todo cuanto sugerí me era aprobado en el instante de exponerlo, con aquella visión aquilina y aquella laboriosidad infatigable de que dio muestras Vasconcelos a pesar de sus salidas de tono y de su paradójico proceder en tantos casos. López Velarde debería ser el primer redactor de la revista El Maestro, como tenazmente lo pensé. Pero el problema era doble: que Ramón aceptara a pesar de sus escrúpulos con respecto a su larga colaboración con don Manuel Aguirre Berlanga (el ministro de Gobernación de don Venustiano Carranza) y que Vasconcelos lo admitiese, no obstante su fobia feroz para todo lo carrancista.

Largamente conversamos López Velarde y yo sobre este asunto en que sus objeciones tenían la equilibrada valoración a que sujetaba todas sus decisiones, ya que, por ningún motivo, deseaba ser jamás la causa de un impedimento, de un tropiezo o del más leve disgusto para un amigo. Cuántas veces comparé esta actitud, serena y generosa, con la puntillosa actuación de un amigo suyo que seguramente nunca le oyó uno de sus juicios más acertados con respecto a los jóvenes escritores: “demasiada impaciencia, demasiada impaciencia”, solía decir con un gesto profético. Logré difícilmente vencer sus escrúpulos y, al día siguiente, en cinco minutos de explicación Vasconcelos aceptó, con entusiasmo, que López Velarde fuera nuestro primer redactor; y ¡qué maravilloso colaborador!

Nuevamente instalado frente a mí, en la dirección de El Maestro, pasó los últimos ocho meses de su vida. Por eso he querido pergeñar estas breves notas, tanto más que su nombre y su colaboración, como la de José Gorostiza, flotan a través de todas las páginas en el primer año de vida de esa revista. Allí, rodeado de papeles, originales, pruebas, correspondencia y entusiastas e inteligentes colaboradores tales como Ricardo Gómez Robelo, José Juan Tablada, Ricardo Arenales, Rafael Heliodoro Valle e ingenieros, maestros, agrónomos y literatos de todo orden, López Velarde pasó el final de su existencia, testigo de una laboriosidad febril, pero sin perder el ritmo de ponderación y de serena aquiescencia a nuestra desbordada actividad. Durante esos meses se acabó de gestar, se modeló y pulió, con una técnica de castigo sólo comparable a la que ejercía Díaz Mirón, su poema supremo sobre México, que apareció, como queda dicho, en el número de septiembre de 1921.

De nuestro despacho de Gante salió tres días antes de su tránsito final y las dos noches anteriores a su muerte aun conversamos con él en aquella casa inolvidable de la avenida Jalisco escuchando su voz, ya fatigada por la mortal dolencia; pero aun conservó, hasta la víspera del tramonto, las resonancias de aquel espíritu excepcional, encarnación viva de su admirable poema “Mi corazón leal se amerita en la sombra”.

Transcripción por Antonio Saborit

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz