Mariano Silva y Aceves (1887-1937)

por Julio Torri (1889-1970)

Mariano Silva y Aceves

En Obra completa, FCE, México, 2011, pp. 327-330
Mariano Silva y Aceves, escritor, vestido de traje, retrato. Disponible en la página Mediateca INAH.

Las letras mexicanas y en general la alta cultura han resentido entre nosotros, en los últimos tiempos, graves pérdidas. Basta recordar los nombres de González Casanova y de Genaro Estrada. Ahora nos toca agregar el de Mariano Silva y Aceves, profesor universitario, humanista, filólogo, cuentista, amigo inapreciable, hombre de gran bondad, iniciador y alentador de varias empresas culturales.

            Lo verdaderamente grave de estas pérdidas que experimenta nuestra discutida cultura superior es que los lugares vacíos lo seguirán estando quién sabe hasta cuándo, pues en el presente estado de cosas, los desaparecidos son irremplazables.

            Es también de sentirse hondamente que hayan partido cuando todo en ellos hacía presentir una obra copiosa y lozana para bien de las letras patrias. Estrada retornaba de viajes indispensables para madurar la larga y paciente preparación libresca, y disfrutaba ya de una rica biblioteca propia, y de una vasta colección de cuadros y objetos de arte. Los tres habían acotado ya su campo exclusivo, pues hacia los cincuenta años las energías no se dispersan más en tentativas y ensayos. Pero todo se malogró por efecto de inescrutable hado maligno, como sobreviene a veces en Balzac una catástrofe rápida.

            Mariano Silva llegó a México por 1907. Venía de Morelia; sabía latín, era muy dado a lecturas clásicas españolas y pronto encontró en la Facultad de Jurisprudencia espíritus afines. Hizo sus primeras armas literarias en el Ateneo de la Juventud, allá por 1910. Recuerdo que alguna vez un club reyista estudiantil nos encargó la redacción de un manifiesto. Lo pergeñamos en una prosa arcaizante, puestos los ojos en fray Luis de Granada, que a la sazón nos deleitaba. Nuestros correligionarios político estudiantiles quedaron profundamente consternados con nuestras lucubraciones, que no recuerdo ya si con razón atribuyeron a socarronería.

            Después vinieron los años de madurez: su matrimonio, sus empresas culturales, y la serie de libros que culmina y tiene cabal coronamiento en Muñecos de cuerda, espléndida colección de cuentos.

            Con el librero español M. León Sánchez, proyectó y fundó en 1921 la Escuela de Verano para Extranjeros, que tan útiles servicios ha prestado en el mejoramiento de relaciones de toda índole con los Estados Unidos.

            Sus últimos años se señalaron por una obra de inspiración patriótica. Primero, la revista Conozca Usted a México. Después, el Instituto de Investigaciones Lingüísticas, que logró ver incorporado a nuestra Universidad Nacional. El órgano del Instituto –que ha venido apareciendo con el atraso y despreocupación común a muchas revistas de índole científica– contiene varios artículos interesantes, firmados algunos por eminentes sabios de gran reputación, como Leo Spitzer, Karl Vossler, etc. Proyectadas por él se establecieron en este año de 1937 dos nuevas carreras en la Facultad de Filosofía y Estudios Superiores de nuestra Universidad: lingüista románico, y lingüista de lenguas indígenas de nuestro país.

            Estos años fecundos para la Universidad y para la patria están muy alejados de aquellos otros, en las aulas, cuando portábamos capa española y jurábamos por los entremeses cervantinos y por los Pasos de Lope de Rueda.

            En sus primeros libros se hallan poemas exquisitos en prosa, verdaderas piezas de antología, como “Doña Sofía de Aguayo ”, “Mi tío el armero” y “El componedor de cuentos”. Inserto a continuación estos últimos, para regalo del lector y complacencia de los manes de Aloysius Bertrand:

Mi tío el armero

Mientras sus pequeños nietos gritan asomados a una gran pila redonda, en el patio humilde que decora un añoso limonero; mientras dos palomas blancas se persiguen con amor entre las macetas que lucen al sol las anchas hojas y las flores vivas de sus malvas; en tanto que la cabeza noble de “La Estrella”, su yegua favorita, aparece por encima de la carcomida puerta del corral, mi tío el armero, enamorado eterno de las pistolas finas, bajo el ancho portalón, levanta a contraluz, con elegancia, el cañón de un rifle, que está limpiando devotamente, y mete por allí el ojo sagaz.

El componedor de cuentos

Los que echaban a perder un cuento bueno o escribían uno malo, lo enviaban al componedor de cuentos. Éste era un viejecito calvo, de ojos vivos, que usaba unos anteojos pasados de moda, montados casi en la punta de la nariz, y estaba detrás de un mostrador bajito, lleno de polvosos libros de cuentos de todas las edades y de todos los países. Su tienda tenía una sola puerta a la calle y él estaba siempre muy ocupado. De sus grandes libros sacaba inagotablemente palabras bellas y aun frases enteras o bien cabos de aventuras o hechos prodigiosos que anotaba en un papel blanco, y luego, con paciencia y cuidado, iba engarzando estos materiales en el cuento roto. Cuando terminaba la compostura se leía el cuento tan bien que parecía otro. De esto vivía el viejecito y tenía para mantener a su mujer, a diez hijos ociosos, a un perro irlandés y a dos gatos negros.

            Su último libro, Muñecos de cuerda, contiene bellos cuentos fantásticos y otros no menos fantásticos; pero ¡oh, paradoja! sobre sucesos y personajes reales (Anacreonte y Leno el Plañidero, para no citar sino a los mejores).

            Silva no conoció libros de Marcel Jouhandeau, y con todo, coincide con el escritor francés en mezclar extrañamente lo absurdo con lo cotidiano. Así, por ejemplo, en el caso de aquellas cuatro solteronas que contraen la costumbre de frecuentar la tumba del novio de una de ellas, y de lamentar su ausencia, cuando ninguna se hubiera satisfecho grandemente con él. Así también en la transformación de un inspector de circos suburbanos en cirquero, y de un viejo oficinista en moderno empleado posrevolucionario, que ha perdido la fe en la inamovilidad del régimen. “El hombre de las parábolas” es indiscutiblemente una de las más valiosas joyas del libro. Pero “Alma gitana”, con las nobles palabras finales; Anacreonte, Leno el Plañidero y Gretchen deben incluirse en las crestomatías entre lo mejor que se ha producido entre nosotros en punto de cuentos.

            Silva tuvo inestimables y raras prendas personales, como la bondad, la constancia en los afectos, la tenaz resistencia a tanta cosa hostil como le salió al paso en sus proyectos; una filosofía resignada, hecha de ironía y piedad, como la de Mr. Bergeret, el mejor personaje de France. Por eso tuvo tantos amigos, desde Tristán Marof hasta el generoso y atildado Enrique Velasco; desde el acuarelista y gallego Argüelles Bringas hasta Humberto Tejera; desde Fernando Leal y el grabador Díaz de León hasta Carlos Díaz Dufoo, Jr. , y Xavier Icaza.

Transcripción por Ernesto Sánchez Pineda

Hipervínculos por Andrea D. Mandujano