José Vasconcelos (1882-1959)

Por Alfonso Reyes (1889-1959)

Despedida de José Vasconcelos

Alfonso Reyes. “Despedida de José Vasconcelos”, En Obras, t. IV, FCE, México, 1995, pp. 441-443.

Los escritores y artistas que te dedican este homenaje me encargan de ofrecértelo, honrándome singularmente con ello, y mirando sin duda a lo firme y sólido de nuestra antigua amistad. Ya que no llegué a colaborar contigo, salvo en la intención, para tu admirable campaña de cultura, me complace ahora darte este testimonio público de admiración y de afecto, cuando ya nuevas solicitaciones —yo creo que, en el fondo, las mismas— atraen tu voluntad hacia otros campos de combate.

Fuimos siempre, en nuestra concordia o nuestra discordia, buenos camaradas de guerra. Lo mismo cuando casi nos tirábamos los tinteros a la cabeza con motivo de una discusión sobre Goethe —¡ese precioso instante de la primera juventud en que contrajimos, para siempre, los compromisos superiores de nuestra conducta!— como cuando, lejanos y desterrados, vendíamos, tú, en un pueblo de los Estados Unidos, pantalones al por mayor, hechos a máquina, y yo, en Madrid, artículos de periódico al por menor, hechos también a máquina. Cada vez que la vida se nos ponía dura —bien te acordarás— iba una carta del uno al otro, buscando la simpatía en el dolor. Los dos me parece a mí que nos comprendemos y nos toleramos. Somos diferentes, y eso más bien nos ha acercado. Yo no puedo hablarte sino con palabras de íntimo trato. Yo no puedo dirigirme a ti en términos de solemnidad oficial: eres parte en la formación de mí mismo, como yo soy parte en la tuya.

En el ocio todos somos iguales. Tú, hombre activo por excelencia, has tenido que acentuar tus perfiles, que ser distinto, que provocar entusiasmos y disgustos. Sin embargo, todos —unos y otros— han reconocido la magnitud y la honradez de tu esfuerzo, que con razón te ha conquistado el aplauso de nuestra América y la atención de los primeros centros intelectuales del mundo. Con el tiempo se apreciará plenamente tu obra. Te has dado todo a ella —buen místico al cabo—, poseído seguramente de aquel sentimiento teológico que define San Agustín al explicarnos que Dios es acto puro. Saltando sobre la catástrofe, has cumplido algunos de los ideales que alimentaron nuestros primeros sueños en la Sociedad de Conferencias, el Ateneo de la Juventud, la Universidad Popular: —las mil formas y nombres que iba tomando, desde hace quince años, nuestro anhelo de bien social. Te has desenvuelto en un ambiente privilegiado en cierto modo, pero en otro sentido funesto y peligrosísimo: removidas profundamente las entrañas de la nación, parece que toda nuestra sangre refluye a flor de vida, que todas las fuerzas están movilizadas, que se puede fácilmente hacer todo el bien y todo el mal. Pero cuando se puede hacer todo el mal, ya no es posible —a pesar de la tentación apremiante—, ya no es posible hacer todo el bien. Éste es el dolor de la patria, y ésos han sido, asimismo, tus tropiezos. Ésos los de otros que, cercanos a ti o casualmente distanciados, merecen un sitio en nuestra gratitud, y a quienes sé yo muy bien que eres tú el primero en admirar y querer. Contaste, además, y siempre será una honra para ellos, con la generosa comprensión de unos compañeros de gobierno que te han dejado ser como eres, confiando en tus inspiraciones y subordinando al fin patriótico cualquier diferencia secundaria.

Tú, amigo, edificador de escuelas y gimnasios, constructor de talleres, Caballero del Alfabeto, nos has dado también el ejemplo de la bravura, virtud fundamental en los hombres. Otros hubiéramos predicado las excelencias del estudio con la rama de laurel o la simbólica oliva en la mano. Tú te has armado como de una espada, y te has echado a la calle a gritar vivas a la cultura. Acaso era eso lo que hacía falta. Acaso era nuestro remedio extremo. A veces es fuerza imponer el orden a puñetazos. La ciencia es cada vez más larga; la vida es cada vez más corta. Y nuestro pueblo, en la ciudad y en los campos, padecía hambre y sed del cuerpo y del alma, cosas que no admiten espera.

Los verdaderos creadores de nuestra nacionalidad —no siempre recordados en nuestros manuales de Historia— han trabajado, bajo las amenazas del furor y de la violencia, con esfuerzos siempre interrumpidos, oponiendo una constante voluntad de bien a los incesantes asaltos del error. ¡Oh Justo Sierra! De medio siglo en medio siglo, otro más se deja caer, exánime, y entrega el mensaje al que ha de seguirlo. Y éste es el hilo patético que mantiene nuestra seguridad como pueblo civilizado. Felices los que siembran la buena semilla que da el pan para todos. Beatos los que no escatiman su vida, porque ésos se salvarán.

México, 5 de julio de 1924.

Publicado al día siguiente en los diarios de México: El Universal y Excelsior.

Transcripción por Ernesto Sánchez Pineda

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz