José Vasconcelos (1882-1959)

Por Alfonso Reyes

Adiós a Vasconcelos

Alfonso Reyes, “Adiós a Vasconcelos”, en Memorias de la Academia mexicana correspondiente de la española, Tomo XVII, México: Jus, 1960, pp. 168-169.

Hace más de cuarenta años, cuando él andaba por el sur de los Estados Unidos y yo vivía en Madrid, José Vasconcelos me escribió: “Alfonso, a juzgar por lo que vivimos, sentimos y pensamos, tú y yo moriremos con el corazón reventado”.

La profecía ha comenzado a cumplirse, y creo que se cumplirá hasta el fin. Me llevaba siete años, y se me ha adelantado un poco, eso es todo. Si hubiéramos podido un momento antes, yo le hubiera dicho: “Espérame allá”, y él me hubiera contestado: “Allá te espero”.

La vida nos llevó y nos trajo de un lado a otro. En los días de mayor alejamiento, nos confesábamos siempre secretamente unidos por esa suerte de magnetismo cósmico que hacía hablar a Nietszche de su “amistad estelar” entre él y Wagner. (Toutes proportions gardées. No se intenta aquí engrandecerse por la comparación, sino explicarse con la metáfora).

A estos inevitables vaivenes de la existencia me he referido, siempre con profundo cariño, en la Historia documental de mis libros (Universidad de México, 3 de enero de 1956), donde reiteré la fe en nuestra amistad inquebrantable, palabras que antes de ser publicadas le comuniqué por teléfono y que él acogió con viva emoción.

En 1953, al enviarle mi tomo Obra poética, le dije en mi dedicatoria: “Nada, ni tú mismo ni nadie, podrá separarnos nunca”. Y me contestó en carta del 7 de enero de ese año: “Te agradezco tu fraternal dedicatoria, con la que estoy completamente de acuerdo, y me agrada conservarla como testimonio de nuestra amistad para mis hijos”.

Pero, sobre todo, poco antes de morir (el mes pasado), envió a la Cadena García Valseca un par de artículos sobre mi último libro, artículos que yo considero como el testamento de nuestra amistad. Allí su generosidad se desborda, y su viejo cariño para el hermano de su juventud rompe los diques.

Siempre varonil y arrebatado, lleno de cumbres y abismos, este hombre extraordinario, tan parecido a la tierra mexicana, deja en la conciencia nacional algo como una cicatriz de fuego, y deja en mi ánimo el sentimiento de una presencia imperiosa, ardiente, que ni la muerte puede borrar. Lo tengo aquí, a mi lado. Nuestro diálogo no se interrumpe.

En su entierro. 1º VII, 1959.

Transcripción por Antonio Saborit

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz