Jesús T. Acevedo (1882-1918)

Por Alfonso Reyes (1889-1959)

Notas sobre Jesús Acevedo

Alfonso Reyes. “Notas sobre Jesús Acevedo”, en Obras, t. IV, FCE, México, 1995, pp. 444-448

On lisait beacoup alors dans leateliers. 

Th. Gautier, Hist. du Romantisme.

El nombre de Jesús Acevedo aparecerá como un santo y seña en los libros de nuestra pléyade, pero su obra –que fue, sobre todo, de precursor: obra de conversaciones, de atisbos, de promesas– no podrá recogerse. El tomo de Disertaciones, por decirlo así, oficiales, que Federico Mariscal publicó tan piadosamente, no da idea, en manera alguna, de lo que fue Acevedo, arquitecto que casi no llegó a poner piedra sobre piedra. El volumen de artículos que alguna vez ha de publicarse, hijo de los obligados ocios de Madrid –donde este lector de los simbolistas franceses quiso cambiar unos días el grafio por la pluma–, es un documento curioso para la literatura mexicana y tendrá el sabor de una sorpresa. 

El arquitecto por Diego Rivera, retrato de Jesús Acevedo. Imagen tomada de Flickr.

Sin ser Acevedo un escritor, se adelanta en sus métodos a nuestros colonialistas jóvenes. La acumulación de detalles y el rebusco de las palabras de cierta clase –palabras de ropaje vistoso, achaque de pluma no avezada– son aquí signos de un temperamento, y denuncian el voluptuoso apetito por los objetos de arte, las líneas y los colores. Diego Rivera asegura que, de todo su grupo en la Academia de San Carlos, el arquitecto Acevedo era el que tenía mejores ojos para pintor. En Corrientes oceánicas1 nos deleitan los galicismos como frutos prohibidos; nos encantan los tropiezos de la afectación arcaizante; rastreamos el recuerdo de cosas recién vistas en los museos; sorprendemos el injerto –verde y nuevo aún– de vocablos apenas aprendidos en tal fragmento de Tirso (el color verde gay) o de Ruiz de Alarcón (los potros que gastan las guijas con las herraduras); seguimos las dóciles reminiscencias de Díaz Mirón (todo el trópico) y aun de Altamirano (“Del mamey el duro tronco // picotea el carpintero”); aceptamos la monotonía de las frases con el sujeto al cabo, y la constante quebradura del que; galopamos en la fluencia incontenible de versos alejandrinos que mal gobiernan las riendas de la prosa; nos damos cuenta de que ha recordado y superado la Visión de Anáhuac, y, en fin, quedamos conquistados. 

Dije de él que era escritor de los que no escriben. Anuncié que, cuando hiciera libros, sus libros serían los mejores. No se cumplió mi profecía (propiamente, él nunca se puso en serio a escribir un libro), ni mi observación salió justa, porque a la postre nuestro Acevedo también incurrió en la letra escrita. Buscad en las páginas de Pedro Henríquez Ureña la influencia de Acevedo en la formación de la Sociedad de Conferencias y el Ateneo de la Juventud, orígenes de nuestra campaña. Y recordad, sobre todo, esta escena, que nunca olvidaremos los que en ella fuimos actores: 

Una vez nos citamos para releer en común El Banquete, de Platón. Éramos cinco o seis esa noche; nos turnábamos en la lectura, cambiándose el lector para el discurso de cada convidado diferente; y cada quien la seguía ansioso, no con el deseo de apresurar la llegada de Alcibíades, como los estudiantes de que habla Aulo Gelio, sino con la esperanza de que le tocaran en suerte las milagrosas palabras de Diotima de Mantinea… La lectura acaso duró tres horas; nunca hubo mayor olvido del mundo de la calle, por más que esto ocurría en un taller de arquitecto, inmediato a la más populosa avenida de la ciudad.

Pedro Henríquez Ureña, La cultura de Las humanidades, discurso de inauguración de las clases en la Escuela de Altos Estudios de México, 1914.

Era la calle de Plateros. Era el taller de Jesús Acevedo. Éramos amigos unidos para siempre. Amanecía cuando cerramos el libro. Sólo entonces nos dimos cuenta de que había llovido toda la noche. 

…Esos hombres, que no son escritores, que estudian, observan, y de pronto escriben mejor que los demás. 

Acevedo, conversador magnético, ejercía verdadero imperio sobre muchos. Quería dominar suavemente a sus amigos; y si alguno se le emancipaba, rompiendo el influjo mágico, entonces Acevedo se dolía, se quejaba. 

No he conocido mejor conversador, y he conocido a muchos. 

Tenía dos teams de amigos: uno lo formábamos nosotros. El otro lo reclutaba él a la medianoche. 

Cierto sarcasmo, cierta manera desdeñosa –mientras vivió en México. En el destierro, el resorte se aflojó, se rindió el carácter. Acevedo sufría entonces hasta las lágrimas, echando de menos, como perro callejero, el paisaje de piedra de su ciudad mexicana. No quiso luchar: se dejó morir. Empezó a morirse de la voluntad desde Madrid. Y acabó en cualquier pueblo de los Estados Unidos, lleno –me figuro– de saudades y melancolías. 

Amigo travieso, le gustaba someter al amigo al torcedor de una paradoja, de una burla imperceptible. Lanzaba una frase como un flechazo. Inventaba una historia cruel. Traía siempre a alguien de perrito faldero. En un gesto oblicuo que ha sorprendido Diego Rivera (retrato cubista, propiedad de Genaro Estrada), dejaba caer como por sobre el hombro una opinión temeraria, una noticia imposible. “Haceos duros”, decía. Pero no pudo soportar el cielo extranjero, ¡él, que era tan europeo entre nosotros! 

Diego Velázquez, Conde-Duque. Imagen obtenida de la página online de el Museo del Prado.

Dio en vestirse con boina, blusa, pañuelo al cuello y alpargatas para ir a los tendidos de sol. Gozaba de nuestro barrio pobre. Los domingos, como no había para diversiones, entreteníamos a la familia representando los cuadros del Prado: por ejemplo, el retrato del Conde-Duque, de Velázquez. Él hacía de caballo bravo, con fuego en los redondos ojos; yo hacía de jinete, y el otro vecino –Martín Luis Guzmán– se ingeniaba yo no sé cómo para hacer de fondo del paisaje. 

Inventábamos, entre los tres, bailes, charadas, escenas. Representábamos, con éxito, una opereta italiana reducida a síntesis, anticipándonos, sin saberlo, al Teatro del Murciélago ruso, que da El barbero de Sevilla en cinco minutos. Nuestra opereta tenía un recitado glorioso: 

—Ahí viene don Pasquale! —cantaba yo. Y Acevedo me respondía: 

—Dile…que pase! 

Más tarde, cuando se cambió de barrio, lo encontré un día muy afligido, con una guitarra en las manos: 

—Quiero y no puedo, “mi Alfonso” (así hablaba él a sus amigos). Ya mis manos, no educadas a tiempo, se resisten. Eso me pasa con la vida en el extranjero. ¡Qué ando yo haciendo aquí!

Escribía para matar el tiempo; escribía después de nuestros paseos por los alrededores de Madrid o nuestras visitas a los museos. Y cada día incrustaba en la página un giro, una palabrita, una observación más. Le desconcertaba la pobreza material del oficio del escritor. Él hubiera querido hacerlo con “restirador” –como en México decimos–, con compás, escuadras, regla T, transportador, escalas, doble decímetro, qué sé yo. 

Concibió un cuento –un retrato imaginario al modo de Walter Pater–, que no tuvo tiempo de escribir: un platero, un arfe español, llega a la Nueva España, donde su arte se contrasta y perfecciona con el de los mexicanos. Poco a poco, en fuerza de imaginación, enloquece; se hace vagabundo, y se pierde por los pueblecitos de indios. Los indios lo adoraban y seguían como a un padre, adivinando en su locura un fuego sagrado. A veces, entre delirios, el vagabundo cogía el oro entre las manos y… ¡Qué triste, qué hondo asunto! ¡Qué historia ha perdido la literatura mexicana! 

Servía de ayudante a un constructor a quien, sin proponérselo, Acevedo –discípulo de Francia– daba lecciones hasta sobre el modo de tajar lápices. Trabajaba en la misteriosa Plazuela del Conde de Barajas, junto a los contrafuertes y bastiones de la Plaza Mayor, según se baja por la escalera del “púlpito”, camino de la calle de Toledo, que es cuanto hay que decir. Era un piso bajo, y yo venía a llamarlo por la ventana, a la hora en que él y las costureras del barrio acababan sus tareas. Guardaba sus instrumentos cuidadosamente, y salía a la calle.

Pero, a la otra mañana, el dibujo había adelantado solo; los grafios estaban sucios, y había heces de tinta china en los godetes. Es un duende –opinaba Gómez de la Serna–, el duende del Conde de Barajas, que se ha enamorado de los juguetes del dibujante.

Tal era su vida en Madrid. 

Martín y yo nos aventuramos por esas tiendas, para proponer los dibujos y acuarelas de Acevedo. Él no se atrevía. Nunca logramos vender nada. Acevedo hacía unos cuadros encantadores, con amenidad y riqueza de grabados viejos, casi siempre bajo la preocupación del arquitecto: grupos de albañiles acarreaban piedras, y trepaban, con cubos y sogas, por los andamios. Pero el imbécil del comerciante hubiera preferido manolas con abanicos y mantillas, rejas de claveles, etc. 

Me dijiste un día: 

—¡Qué intensa y rara ha de aparecer nuestra vida a los que mañana se asomen a contemplarla con amor! 

Pero ¿no es así toda vida? 

A veces te veo, en mangas de camisa, al balcón de tu casita de barrio mexicano. Suena el fonógrafo, para darle gusto a la Fulana. Y tú hojeas tu Paul Verlaine, donde has pegado retratos de mujeres. 

Camarada con quien he compartido, en las mocedades de México, la puta y la locura: 

“Mis dos manos estas flores te dan.” 

México, julio de 1924.

Transcripción y edición de Ernesto Sánchez Pineda

Hipervínculos por Verónica Yaneth Galván Ojeda