Enrique Díez-Canedo (1879-1944)

Por Juan de Dios Bojórquez

Hombres y aspectos de México en la tercera etapa de la Revolución, 1963

Es difícil encontrar un hombre tan comprensivo y ponderado como Enrique Díez-Canedo. Nacido en Badajoz –de la provincia de Extremadura– se dijera que vino a tierras de América para contrarrestar la negra labor que sus conterráneos Cortés y Pizarro realizaron en este continente. A base de bondad, sabiduría y corazón, Díez-Canedo, hombre de letras, tuvo abiertas de par en par las puertas de nuestra hospitalidad: llegó con el libro en ristre y no con la mortífera espada de sus belicosos antepasados.

Representación de la leyenda del Popocatepetl e Iztaccíhuat. Imagen tomada de Inside México.

Permítaseme tratar como a mexicano a este insigne hombre de letras que tanto quiso a México. Durante largos años fue nuestro defensor y propagandista en España. A él se debe el conocimiento que de nuestros intelectuales se tuvo en Madrid. Fue quien introdujo en los cenáculos peninsulares a dos de nuestros grandes valores literarios: el erudito maestro Alfonso Reyes y el poeta excelso Enrique González Martínez. Podemos afirmar que desde su amada tierra española, don Enrique Díez-Canedo comenzó a ser mexicano. Lo fue después, cuando obligado a salir al destierro, buscó en México un refugio y vino hasta acá con toda su familia. Su amor a nuestra patria culminó al morir aquí, en este Valle de Anáhuac, que lo conserva como un tesoro. El Popo y el Ixta, en lo más alto del firmamento, velan su sosegado sueño.

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¡Enrique Díez-Canedo! Lo he buscado en una antología de Cien autores contemporáneos, publicada en Chile y en ella encontré esta referencia entre unas páginas sobre Azorín, el maravilloso escritor José Martínez Ruiz, de larga y fecunda vida.

“A pedido de Valle Inclán, con su insurgencia habitual, Azorín publicó una protesta firmada por él mismo, por Miguel de Unamuno, por Rubén Darío, por Gómez Carrillo, por Pío Baroja, por Enrique Díez-Canedo, frente al proyectado homenaje nacional tributado a don José Echegaray. La protesta, clara y concisa, comenzaba así:

Parte de la prensa inicia la idea de un homenaje a don José Echegaray, y se arroga la representación de toda la intelectualidad española. Nosotros, con derecho a ser comprendidos en ella –sin discutir ahora la personalidad literaria de don José Echegaray– hacemos constar que nuestros ideales artísticos son otros y nuestras admiraciones muy distintas.

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Desde su juventud, Díez-Canedo se interesó sobremanera por la literatura de Hispanoamérica y en las redacciones de la prensa en que escribía sus crónicas y referencias tenían como tema la personalidad de los escritores de este lado del Atlántico. Su obra Letras de América, que publicó como libro póstumo el Colegio de México (y no lo fue, porque posteriormente apareció otro, con algunos epigramas inéditos), se abre con esta elocuente noticia del editor, Alfonso Reyes:

El libro póstumo de Enrique Díez-Canedo que hoy publica el Colegio de México es clara muestra de aquel espíritu generoso y robusto que nunca se sintió estorbado por fronteras artificiales y para quien el orbe de la lengua era una inmensa patria común. “Tal actitud comienza hoy a parecer obvia, pero ya era en Díez-Canedo una actitud espontánea desde los comienzos de su vida literaria, cuando realmente puede asegurarse que resultaba inusitada entre la gente de su tiempo y de su pléyade.

A hombres como él debemos el actual entendimiento y la mayoría de edad a que hemos llegado en materia de universalidad hispánica. Pero no resisto la atracción del certero juicio de Alfonso Reyes, cuando añade sobre el mismo Díez-Canedo:

Asombrarán algún día la curiosidad y la minuciosidad de sus notas y recortes sobre todas las manifestaciones de la literatura de nuestra lengua, en las regiones más apartadas, si es que recobramos al fin ese precioso archivo, tal vez perdido entre los desastres españoles.

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¿Cuántos escritores, poetas, ensayistas y hombres de letras en general, fueron dados a conocer en España por Enrique Diez-Canedo? Sería difícil enumerarlos a todos; pero haremos la relación de los que ahora vienen a la memoria. Antes digamos que sus opiniones aparecieron en la revista España, en la Revista de Occidente y en los diarios El Sol y La Voz. Entre los escritores de América dados a conocer o citados por Díez-Canedo, figuran:

De México: Ermilo Abreu Gómez, Mariano Azuela, Antonio Castro Leal, Ezequiel A. Chávez, Salvador Díaz Mirón, Genaro Estrada, Genaro García, Enrique González Martínez, Carlos Gutiérrez Cruz, Manuel Gutiérrez Nájera, Martín Luis Guzmán, Francisco A. de Icaza, Juan B. Iguíniz, Rafael Lozano, Manuel Maples Arce, A. Méndez Plancarte, Francisco Monterde, Amado Nervo, Manuel José Othón, Octavio Paz, Carlos Pellicer, Efrén Rebolledo, Alfonso Reyes, J. Rubén Romero, José Juan Tablada, Jaime Torres Bodet, Manuel Toussaint, Luis G. Urbina, Xavier Villaurrutia

De la América Central: José Batres Montúfar, Rubén Darío, Joaquín García Monge, Enrique Gómez Carrillo, Andrés Largaespada, Rafael Heliodoro Valle

De las Antillas: Avellaneda, Julián del Casal, José María Chacón, Max y Pedro Henríquez Ureña, José María Heredia, Alfonso Hernández Catá, José Martí, Fernando Ortiz, Roig de Leuchsennng…

De Sudamérica : Ricardo Arenales, Hugo Barbagelata, Rufino Blanco Fombona, Jorge Luis Borges, Arturo Capdevila, José Eusehio Caro, Ronaldo de Carvallo, Francisco Contreras, José Santos Chocano, Leopoldo Díaz, Fernández Moreno, Julio Flórez, José Gálvez, Ventura García Calderón, Alberto Ghiraldo, Gómez Restrepo, Herrera y Reissig, Luis Carlos López, Leopoldo Lugones, Gabriela Mistral, Juan Montalvo, Pablo Neruda, Victoria Ocampo, Ricardo Palma, Horacio Quiroga, Ricardo Rojas, Florencio Sánchez, B. Sanín Cano, Felipe Sassone, José Asunción Silva, Alfonsina Storni, Arturo Torres Ruiseco, Guillermo Valencia, el Inca Garcilaso

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En un homenaje que se rindió en México en 1939 a Enrique González Martínez, hizo una breve glosa de su obra Díez-Canedo, quien terminó con estas palabras:

No es elogio de un poeta, que no los necesita, esta excursión rápida por sus versos, señalando algunas cualidades que a mí, lector, me lo definen y ponen en relieve, y que tú, lector, puedes encontrar, las mismas o más sutiles, entrándote en sus libros… y () sé que, cuando busco a Enrique González Martínez y no me encuentro inmediatamente con su rostro sereno, su risa franca y su mano amiga, tomo un libro suyo y al instante estoy delante del hombre; porque esto es su poesía, ni más ni menos: el hombre. Actual y eterno, el hombre en toda la extensión de la palabra”.

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En unas facetas de Alfonso Reyes, en que presentó juicios muy acertados sobre este gran erudito mexicano, Enrique Díez-Canedo descubre su cariño y admiración por el poeta y filósofo de Monterrey. Don Enrique comienza por dedicarle el siguiente envío:

Ahora, mi querido Alfonso, que está usted en París hablando de México, me propongo, libre de su influencia, evadido de nuestra amistad, decir algo de su libro último. Esa amistad de todos los días, anudada desde que la vida le trajo a Madrid, me ha quitado muchas veces la pluma de la mano que se me iba hacia ella después de haber leído unas páginas suyas. Yo creo que no sabré escribir nada acerca de usted mientras le tenga a mi lado. ¿Tendré que afirmarle después de esto, que no me corre prisa escribir acerca de usted?

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Entre los recuerdos más gratos de mi vida, de uno de mis viajes a Madrid, conservo el de una cena rumbosa que el ministro de México, Enrique González Martínez, me ofreció en Botín, famoso restaurante madrileño. La comida apetitosa, a base de lechón y buenos vinos, no fue lo más importante de aquella invitación. Me atrajo, sobre todo, la calidad de la concurrencia. Esa noche conocí y traté a personalidades de la intelectualidad española que yo no soñaba entrevistar nunca: Valle Inclán, “Andrenio”, el pintor Quintanilla, el crítico de arte Juan de la Encina, Luis Bello, Saborit, Araquistáin, Álvarez del Vayo, León Rollin, una veintena de personas más que se me han perdido en la memoria, y este hombre que desde entonces fue mi amigo cordial: don Enrique Díez-Canedo. Después de la animada reunión, tuve la honra de acompañar por las calles de Madrid, al admirable don Ramón María del Valle Inclán, autor del Romance de lobos, libro que me raptó Santos Chocano.

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Antes de que Díez-Canedo se llegara definitivamente a radicar en México, había venido invitado por nuestra universidad, a dar conferencias literarias. Entonces volví a tratarlo, sin intimar con él. La verdadera amistad se afirmó cuando él fue asistente asiduo a la peña del Café Colón, que presidía el doctor Ignacio Chávez y animaba el estimado galeno español Tomás G. Perrín. Por esa peña, que después se reunió en el café del Hotel Reforma, pasaron muchos personajes de relieve. Entre los mexicanos estuvieron ocasionalmente los doctores Castillo Nájera y Baz, y casi nunca faltaban estos otros médicos: Nacho González Guzmán, Manuel Martínez Báez y Guillermo Montaño. Muchos españoles distinguidos se reunieron en la peña: don José Giral, Madariaga, Juan de la Encina, Juan José Domenchina, el doctor Jesús Jiménez, Medina Echavarría, Recaséns Siches, León Felipe, Joaquín Xirau

Una tarde en que Díez-Canedo charlaba animadamente con un contertulio, el poeta Domenchina le mostró un libro de bolsillo, diciéndole:

–Mire, Enrique, es el Romancero del Cid, de Menéndez Pidal.

Don Enrique no hacía caso y el poeta insistía:

–Acaba de salir. Me lo mandaron de la Argentina. –Ya lo conozco –respondió Díez-Canedo. –¡Cómo! ¿Lo ha leído ya? –Sí, hombre; ¡ yo lo hice!

Este diálogo que escuché, sorprendido, demuestra hasta dónde llegaba la modestia de Enrique Díez-Canedo. Fue autor y colaborador de muchas obras que no firmó. Trabajó en libros y en enciclopedias que no llevaron su nombre. Ayudó a muchos escritores noveles con enseñanzas y consejos, y fue consultado hasta por los maestros más eminentes, sobre temas literarios, históricos y filosóficos.

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Cuando don Enrique volvió a México para siempre, era un sabio de prestigio sólido, no solamente en los pueblos de habla española, sino también en Inglaterra y Francia. Gran poeta, se distinguió por sus traducciones fieles del francés y del inglés, de los más bellos poemas escritos en esos idiomas. Díez-Canedo fue uno de los hombres más ilustres que han venido a México. Con toda su familia, en el destierro lo acompañó Teresita –su bella, dulce y abnegada esposa. A ella dedico estas líneas sobre quien tanto bien me hizo con su amistad: ¡Enrique Díez-Canedo!

Transcripción y edición por Antonio Saborit

Hipervínculos por Verónica Yaneth Galván Ojeda