Enrique González Martínez (1871-1952)

Por Pedro Henríquez Ureña (1884-1946)

Enrique González Martínez

Pedro Henríquez Ureña, Obra Crítica, FCE, México, 2001, pp. 283-288

… El camino eres tú mismo.

Así la ruta espiritual de este poeta: parte de la múltiple visión de las cosas, de la riqueza de imágenes necesaria al hombre de arte y, camino adentro, llega a su filosofía de la vida universal. Su poesía adquiere doble carácter: de individualismo y de panteísmo a la vez. Las mónadas de Leibniz penetran en el universo de Spinoza gracias al milagro de síntesis estética.

I

Interesantísima, para la historia espiritual de nuestro tiempo, en la América española, es la formación de la corriente poética a que pertenecen los versos de Enrique González Martínez. Esta poesía de conceptos trascendentales y de emociones sutiles es la última transformación del romanticismo: no sólo del romanticismo interior, que es de todo tiempo, sino también del romanticismo en cuanto forma histórica. Como en toda revolución triunfante, en el romanticismo de las literaturas novolatinas las disenciones graves fueron las internas. En Francia –a la que seguimos desde hace cien años como maestra única, para bien para mal, los pueblos de lengua castellana–, junto a la poesía romántica, pura, la de Hugo, Lamartine y Musset, desnuda expresión de toda inquietud individual, ímpetu que inundaba, hasta desbordarlos, los cauces de una nueva retórica, surgió Vigny con su elogio del silencio y sus desdenes aristocráticos; surgió Gautier con su curiosidad hedonística y su aristocrática ironía. El Parnaso se levanta como protesta, al fin, contra el exceso de violencia y desnudez: su de estética, pobre por su actitud negativa, o limitativa al menos, quedó atada y sujeta a la del romanticismo por el propósito de contradicción. Tras la tesis romántica, que engendra la antítesis parnasiana, aparece, y aun dura, la síntesis: el simbolismo. Ni tanta violencia ni tanta impasibilidad. Todo cabe en la poesía; pero todo se trata por símbolos. Todo depura y ennoblece; se vuelve también más o menos abstracto. De aquí ahora el lirismo abstracto, el peligro que está engendrando la reacción, la antítesis contraria a la actual tesis simbolista bajo cuyo imperio vivimos.

Ésta es, entre tanto, la fuerza que domina en nuestra poesía: el simbolismo. Hemos sido en América clásicos, o a menudo académicos; hemos sido románticos o a lo menos desmelenados; nunca acertamos a ser de modo pleno parnasianos o decadentes.

Nuestro modernismo, años atrás, sólo parecía tomar el simbolismo francés elementos formales; poco a poco, sin advertirlo, hemos penetrado en su ambiente, hemos adoptado su actitud ante los problemas esenciales del arte. hemos llegado, al fin, a la posición espiritual del simbolismo, acomodándonos al tono lírico que ha dado a la poesía francesa.

II

Así lo demuestra la obra de Enrique González Martínez, así lo demuestra el culto que suscita entre los jóvenes. Aunque muchos en América no lo conocen todavía, González Martínez es en 1915 el poeta a quien admira y prefiere la juventud intelectual de México; fuera, principia a imitársele en silencio.

Raras veces conocerá las tablas de valores literarios de México quien no visite el país; porque la crítica se ejerce mucho más en el cenáculo que en el libro o el periódico. ¿Quién, en nuestra América, no conoce las colecciones de versos, populares entre las mujeres, de poetas mexicanos que florecieron antes de 1880? Sus nombres, ¿no se repiten como nombres representativos entre los lectores medianamente informados? Pero la opinión de los cenáculos declara –y con verdad– que México no tuvo poetas de calidad entre las dos centurias trascurridas desde sor Juana Inés de la Cruz hasta Manuel Gutiérrez Nájera. Éste es, piensa Antonio Caso, la personalidad literaria más influyente que ha aparecido en el país. De sus obra, engañosa en su aspecto de ligereza, parten incalculables direcciones para el verso como para la prosa. Con su aparición, que históricamente es siempre un signo, aunque no siempre haya sido una influencia, principia a formarse el grupo de los dioses mayores.

Seis dioses mayores proclama la voz de los cenáculos: Gutiérrez Nájera, Manuel José Othón, muertos ya; Salvador Díaz Mirón, Amado Nervo, Luis G. Urbina y Enrique González Martínez. Cada uno de los poetas anteriores tuvo su hora de influencia. González Martínez es el de la hora presente, el amado y el preferido por los jóvenes que se inician, como al calor de extraño invernadero, en la intensa actividad del arte y de cultura que sobrevive, enclaustrada y sigilosa, entre las amenazas de disolución social.

Este poeta, a quien tributan homenaje íntimo las almas selectas de su patria, llegó a la capital hace apenas cuatro años. Le acogieron con solícito entusiasmo los representantes de la tradición, en la Academia; los representantes de la moderna cultura, en el Ateneo. Traía ya cuatro libros: el cuarto, Los senderos ocultos, admirable. Venía de las provincias, donde pasó su juventud.

III

… ¿Qué mundos de experiencias recorrió este poeta, capaz de tantas, en los veinte años que transcurrieron entre la adolescencia impresionable y la juvenil madurez? Su poesía esconde toda huella de la existencia exterior y cotidiana. Es, desde los comienzos, autobiografía espiritual; obra de arte simbólico, compuesto, no con los materiales nativos, sino con la esencia ideal del pensamiento y la emoción.

El poeta estuvo, desde su despertar, encendido en íntimas ansias y angustias. Pero observó en torno suyo; le sedujo el prestigio de las formas y los colores, la maravilla del sonido:

Yo amaba solamente los crepúsculos rojos,
las nubes y los campos, la ribera y el mar…
Del jardín me atraían el jazmín y la rosa
(la sangre de la rosa, la nieve del jazmín)…
Halagaban mi oído las voces de las aves,
la balada del viento, el canto del pastor…

Entonces se componen los inevitables sonetos descriptivos; se consulta a Virgilio; se piden temas a la Grecia decorativa de poetas franceses; se traduce a Leconte o a Heredia.

Pero junto a las rientes escenas mitológicas, entre los paisajes de escuela mexicana (la que comienza en Navarrete y culmina en Pagaza y Othón), flotan reminiscencias románticas: arcaicas invocaciones a la onda marina y al rayo de las tormentas; voces confusas que turban la deseada armonía. En este conjunto que aspira al reposo parnasiano, suenan ya notas extrañas; se deslizan modulaciones de la flauta de Verlaine. ¡Ay de quien escuchó este són poignant!

En el bosque tradicional, atraen al poeta dos símbolos: el árbol majestuoso, la fuente escondida. De ellos aprende, tras los primeros delirios, la lección de recogimiento y templanza. Ellos se librarán de dos embriagueces, peligrosas si persisten: la interna, el dolor metafísico de la adolescencia torturada por súbitas desilusiones; la externa, el deslumbramiento de la juventud antes la pompa y el deleite del mundo físico.

Halla su disciplina, su norma: el goce perfecto de las cosas bellas pide “ocio atento, silencio dulce”; y el goce de las altas emociones pide el aquietamiento de los tumultos íntimos, pide templanza:

Irás sobre al vida de las cosas
con noble lentitud…
que todo deje en ti como una huella
misteriosa grabada intensamente…

Porque este sigilo, esta templanza, lo llevan ahora lejos del culto de los ídolos impasibles; lo llevan a escudriñar bajo el suntuoso velo de las apariencias. A la imagen decorativa del cisne sucede el símbolo espiritual del búho, con su aspecto de interrogación taciturna.

Yo amaba solamente los crepúsculos rojos…
Al fenecer la nota, al apagarse el astro,
¡oh sombras, oh silencio! dormitabais también…

No; ahora procura “no turbar el silencio de la vida”, pero afina su alma para que pueda “escuchar el silencio y ver la sombra”. Su poesía adquiere virtudes exquisitas; se define su carácter de meditación solemne, de emoción contenida y discreta; su ambiente de contemplación y de ensueño; su clara melodía de cristal; su delicada armonía lacustre. Éxtasis serenos:

                Busca en todas las cosas un alma y un sentido
oculto; no te ciñas a la apariencia vana…
                Hay en todos los seres una blanda sonrisa,
un dolor inefable o un misterio sombrío…

                “Todo es relevación, todo es enseñanza –dice Rodó–, todo es tesoro oculto en las cosas”. Todo es símbolo:

                A veces, una hoja desprendida
de lo más alto de los árboles, un lloro
de las linfas que pasan, un sonoro
trino de ruiseñor, turban mi vida…
                … Que no sé yo si me difundo en todo
o todo me penetra y va conmigo…

                Así, después de sortear el peligro de las embriagueces juveniles, alcanza el poeta la suprema y tranquila embriaguez del panteísmo.

                Pero no se extinguió la vieja sabia romántica; la experiencia del dolor, siempre personal, íntima siempre, es acaso quien la remueve, como aquella tristeza antigua que interrumpió su felicidad olvidadiza:

	Yo podaba mi huerto y libaba mi vino…
Y la vieja tristeza se detuvo a mi lado
y la oí levemente decir: ¿Has olvidado?
De mis ojos aún turbios del placer y la fiesta 
una lágrima muda fue la sola respuesta…
	La inquietud le pide que mire hacia adentro:
	Te engañas: no has vivido mientras tu paso incierto 
surque las lobregueces de tu interior a tientas… 
	Halla su camino. Está ante las puertas de la madurez. Ha conquistado su equilibrio, su autarquía:
	Y sé fundirme en las plegarias del paisaje
y en los milagros de la luz crepuscular…
	Mas en mis reinos subjetivos…
se agita un alma con sus goces exclusivos,
su impulso propio y su dolor particular… 
                

IV

La autobiografía lírica de Enrique González Martínez es la historia de una ascensión perpetua. Hacia mayor serenidad, pero a la vez hacia mayor sinceridad; hacía más severo y hondo concepto de vida. Espejo de nuestras luchas, voz de nuestros anhelos, esta poesía es plenamente de nuestro siglo y de nuestro mundo. Terribles tempestades azotan a nuestra América; pero Némesis vigila, pronta a castigar, entre frívolos juegos, entre devaneos ingeniosos, el deber de edificar, de construir, que el momento impone. Nuestro credo no puede ser el hedonismo; ni símbolo de nuestras preferencias ideales el faisán de oro o el cisne de seda. ¿Qué significan las Prosas profanas, de Rubén Darío, cuyos senderos comienzan en el jardín florido de las Fiestas galantes y acaban en la sala escultórica de Los trofeos? Diversión momentánea, juvenil divagación en que reposó el espíritu fuerte antes de entonar los Cantos de vida y esperanza.

La juventud de hoy piensa que eran aquellos “demasiados cisnes”; quiere más completa interpretación artística de la vida, más devoto respeto a la necesidad de interrogación, al deseo de ordenar y construir. El arte no es halago pasajero destinado al olvido, sino esfuerzo que ayuda a la construcción espiritual del mundo.

Enrique González Martínez da voz a la nueva aspiración estética. No habla a las multitudes; pero a través de las almas selectas viaja su palabra de fe, su consejo de meditación:

                Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje…
Mira al búho sapiente…
Él no tiene gracia del cisne, mas su inquieta
pupila, que se clava en la sombra, interpreta
el misterioso libro del silencio nocturno.

V

Bajo las solemnes contemplaciones del poeta vive, con amenazas de tumulto, la inquietud antigua. Así, bajo la triunfal armonía de Shelley, arcángel cuya espada de llamas señala al anhelo perenne, gemía, momentáneamente, la nota del desfallecimiento.

El poeta piensa que debe “llorar, si hay que llorar, como al fuente escondida”; debe purificar el dolor en el arte, y, según su religión estética, trasmutarlo en símbolo. Más aún: el símbolo ha de ser catharsis, ha de ser enseñanza de fortaleza.

Pero la vida, cruel, no siempre da vigor contra todo desastre. Y entonces el artista cincela con sombrío deleite su copa de amargura, cuyo esplendor trágico seduce como filtro de encantamiento. En las páginas de La muerte del cisne luchan los ojos impulsos, el de la fe, el de la desesperanza, la voz sollozante de los días inútiles y del huerto cerrado.

Son duros los tiempos. Esperemos… Esperemos que el tumulto ceda cuando baje la turbia marea de la hora. Vencerá entonces la sabiduría de la meditación, la serenidad del otoño.

Washington, 1915.

Transcripción por Ernesto Sánchez Pineda

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz