Pedro Henríquez Ureña (1884-1946)

Por Salvador Novo (1904-1974)

“Mis recuerdos de Pedro Henríquez Ureña”

Novo, Salvador, “Mis recuerdos de Pedro Henríquez Ureña”, en Revista de la Universidad de México, núm. 10, junio de 1966, pp. 18-19. Disponible en Mis recuerdos de Pedro Henríquez Ureña | Revista de la Universidad de México

Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Tiene que haber sido en julio, porque era el mes en que se celebraban los Cursos de Verano para extranjeros que por primera vez ofrecía la Universidad Nacional, todavía entonces no Autónoma, de México. Año de 1921. Una mañana, yo, estudiante del primer año de Leyes, perdía el tiempo a la puerta de la Facultad de Jurisprudencia, entre clase y clase. Serían las doce del día cuando pasó a mi lado y entró en el edificio un hombre robusto, moreno, de sombrero y traje negro, que caminaba aprisa. Lo siguió un pequeño grupo de norteamericanos. Entraron en un salón, y aquel señor empezó a dar una clase. Yo me colé en ella y me senté en las últimas filas. El profesor explicaba a sor Juana. Caminaba de un lado al otro del pizarrón y hablaba en voz clara, firme, persuasiva. “¿Qué es una glosa?” Los norteamericanos callaron. “¿Algún estudiante mexicano?” Me miró directamente, con leve sonrisa que me invitaba a responder. “Una glosa…” expliqué…

         Al día siguiente volví a entrar en aquella clase: Ya sabía más: que el profesor se llamaba Pedro Henríquez Ureña: que era Director del Intercambio Universitario y de la Escuela de Verano fundada por su iniciativa, y cuyas clases se daban donde se pudiera de los edificios más o menos vecinos de la Universidad: en Licenciado Verdad, donde estaban las oficinas del rector Antonio Caso (nuestro profesor de Sociología en Leyes) y las del Intercambio Universitario; o en salones de la Preparatoria de San Ildefonso; o en los de la Facultad de Jurisprudencia.

         Al salir de la segunda clase, conversamos mientras le acompañaba a la Universidad. Y empezó entonces a operarse sutilmente su indagación: yo ¿escribía? ¿En qué año de Leyes estaba?, ¿sabía inglés?, ¿otras lenguas?

         Una afortunada casualidad nos hacía vecinos, a sólo una calle de distancia: él vivía en Rosas Moreno 27; yo en Arquitectos 1, hoy Schultz. Dejé de concurrir a su clase. Me brindó la inesperada oportunidad de dar yo una en la Escuela de Verano: literatura mexicana.

         A mis diecisiete años, yo nunca había dado clases. ¿Podría hacerlo? El opinó que sí, y me proporcionó los libros en que pudiera prepararla, organizar el breve curso. Todavía entonces no escribía sus Historias de la Literatura Mexicana González Peña (que lo haría en 1928 gracias a una especie de beca –20 pesos diarios– que para ello le asignó el ministro Puig Casauranc) ni Julio Jiménez Rueda. Pero había La vida literaria en México, conferencias que el “viejecito” Urbina había dado creo que en Buenos Aires, y este libro era una buena guía. Había también, arrumbada en capillas en la Biblioteca Nacional, lo que de la suya alcanzó a ‘imprimir’ don José María Vigil. Y las Conferencias del Ateneo de México, y los tomitos de “Cultura” consagrados a autores mexicanos sueltos, y las 100 Mejores Poesías Mexicanas. Aquella mi primera incursión en la docencia no defraudó al surtido de alumnos ancianos y jóvenes a quienes, al contrario “empataba” mi juventud de deslumbradora sabiduría.

         En aquella ciudad poco poblada: libre del tránsito denso de hoy, se podía caminar, y a Pedro le gustaba hacerlo. Por la tarde solíamos ir a pie desde la Universidad hasta San Rafael, a paso rápido, “en conversación y sin cansarnos”, como Zuazo y Alfaro. Así fui sabiendo más de él: de sus clases en Minnesota: de su amistad con Alfonso Reyes: del Ateneo; de su vinculación con Vasconcelos, que lo había llamado para que le ayudara a rescatar la cultura, ahora que el poder político le permitía realizar los sueños compartidos por los jóvenes del Ateneo antes de la Revolución.

         Poco a poco me fue admitiendo a su intimidad. En su casa –una casa típica mexicana, de corredor en 7– vivían los De la Selva: Salomón, que acababa de publicar su Soldado desconocido con dibujos del Diego Rivera que acababa de trepar a los andamios del Anfiteatro de la Preparatoria; Rogerio y Roberto, estudiantes. Les hacía casa “la niña Ramoncita”, una anciana y dulce tía de Pedro, cuyo arroz compartí en su mesa. No había muchos libros en la casa; “mi biblioteca es la biblioteca”, decía Pedro. Acababa él de publicar aquí, en México Moderno, “Mi España”, y de aparecer en Madrid su Versificación irregular en la poesía castellana. Pero yo no me daba muy bien cuenta de la importancia, de la influencia que aquel afable, repentino mentor, había ejercido en la cultura no solo de México, sino de otros países; de su renombre de erudito; de su validez universal. Me procuré sus Horas de estudio y las Cuestiones estéticas de Alfonso, que es como él le llamaba cada vez que se refería a él con el orgullo de un padre por su hijo, de un hermano mayor por el más brillante de la familia.

         Empezó a perfilarse mejor en mi imaginación el tiempo de los “Días Alcióneos” en que el grupo del Ateneo había aglutinado bajo la égida, desde el motor infatigable de Pedro Henríquez Ureña, sus privilegiadas inteligencias. Unos ya habían muerto; Alfonso estaba en España; quedaban aquí Vasconcelos y Caso. Vasconcelos había entregado todos sus ímpetus a la restaurada Secretaría de Educación, y confiado la Universidad a Antonio Caso y a Pedro. Una reticencia alerta a lo sensible que el mexicano suele ser hacia el extranjero, le preservaba a Pedro la discreción de un puesto como el que había elegido para efundir desde él su prodigiosa actividad de maestro. Recuerdo su escritorio de cortina, siempre ordenado, lleno de pequeños papeles clasificados en que apuntaba con su letra menuda y clarísima los trabajos en operación, o notas, o datos; de cartas que contestaba, de recados con los que hacía llegar libros o revistas a quienes sabía que podrían aprovecharlos.

         Aparte los De la Selva, eran entonces sus discípulos más cercanos Daniel Cosío Villegas y Eduardo Villaseñor. Me admitieron con algún recelo en el pequeño grupo, y el único en tutearme en seguida fue Salomón. En Daniel y en Eduardo sembraba Pedro la admiración por Alfonso Reyes, su comunicación postal con él, que años más tarde, cuando Pedro ya no estaría en México, y Daniel y Eduardo llegaran a la posibilidad política de propiciar1o, daría el buen fruto de fundar aquí al regreso de Alfonso y a la llegada de los republicanos españoles, la Casa de España que habría de convertirse en El Colegio de México. La vocación investigadora del historiador del Porfiriato que acabó por ser Cosío Villegas, recibía por 1921 el sabio cultivo de la guía de Henríquez Ureña.

         Otros escritores ajenos, por más jóvenes, al Ateneo, habían recibido su benéfica influencia y su estímulo: Manuel Toussaint, Antonio Castro Leal, quien tiene hasta la fecha la letra inconfundible de Pedro. Se publicaba entonces la revista México Moderno. En ella me encargó una sección, “Repertorio” –que me nutría con datos, libros, artículos. Hurgaba mi vocación: “¿Por qué no se hace usted filólogo?” Alentaba mi confusa tendencia a la investigación erudita; me encargaba traducciones del inglés, del francés, del alemán. Quiso que emprendiera un estudio sobre el Libro de Kohelet. Y para que la usara en las clases de la Escuela de Verano del año siguiente, me hizo compilar una Antología de cuentos hispanoamericanos que publicó la Editorial Cultura como primer volumen de la Biblioteca Universo.

         Yo le mostraba, por supuesto, cuanto escribía: los poemas que reuní en mi primer libro –XX Poemas–, alguno de los cuales él hizo publicar en México Moderno. Pero la oscuridad de mi prosa le preocupaba. Diagnosticó que me hacía falta aquella gimnasia que sólo dan, con el periodismo, el apremio y la necesidad de verse entendido por los analfabetos. “Necesita usted aprender a escribir como Carlos González Peña” –sentenció con leve sonrisa.

         Martín Luis Guzmán —del Ateneo de México— dirigía entonces un diario, El Mundo. Yo no lo conocía; pero Pedro concertó con él mi colaboración en su periódico –página editorial: la primera de las miles de colaboraciones en que, a partir de entonces y por el mandato superior de Pedro, me he vanamente esforzado en aprender a escribir como quien tantos años más tarde contestaría amistosamente mi discurso de ingreso en la Academia Mexicana de la Lengua: Carlos González Peña, también del Ateneo de México. Aquel primer artículo periodístico se llamaba “La incultura y el dinero”. Alfonso Caso –entonces aun no entregado a la antropología, sino nuestro joven, brillante profesor de Teoría General del Derecho en Jurisprudencia– visitaba, lo mismo que Vicente Lombardo Toledano –mi joven profesor de Ética en la Preparatoria–, la oficina de Pedro. Vio aquel artículo. “No sé qué tengan que ver estas cosas, excepto que siempre van juntas”, opinó.

         Mientras Pedro, con un grupo de intelectuales –¡Julio Torri, tan sedentario! ¡Montenegro, tan trashumante! ¡Pellicer, tan Iguazúico!– acompañaba a Vasconcelos a una expedición cultural consistente en erguir una estatua de Cuauhtémoc en Río a propósito de la Consumación de la Independencia, y del Iberoamericanismo, yo permanecí en México. Libre de su paternal vigilancia, mis dieciocho años se dieron a disfrutar cuantiosamente los chorros de oro de las clases y del empleo que Pedro me había asignado en la Universidad. A su regreso: cargado de libros sudamericanos y resuelto a fortalecer los contactos postales con los escritores de aquellos países y los de aquí, Pedro frunció el ceño frente a la evidencia de mi disipación. Entonces discurrió un remedio heroico –que ahora lamento mucho que no se haya aplicado mientras pudo ser eficaz. Pensó –¡con cuánta razón!– que yo necesitaba sufrir, padecer, forjarme, fortalecerme, endurecerme; que debía verme orillado a, por ejemplo, barrer nieve en Nueva York. Por primeras providencias, me dejó cesante y –para notoria satisfacción de los discípulos que me habían admitido un poco a fuerza en su grupo– cortó todo lazo conmigo.

         Poco después, casado ya con la guapa Isabel Lombardo Toledano, se fue de México. Pasado el tiempo, me escribió de Buenos Aires dos breves cartas. En una de ellas me hablaba de sus hijas y de su tendencia a la poesía surrealista: “Mira el sol tiradito en el suelo”, había dicho una de ellas.

         Transcurrieron más años hasta que en 1933 fui a Buenos Aires. Ese segundo encuentro con Pedro Henríquez Ureña: su reconstruido mundo universitario y social, lo he narrado en Continente vacío. Como en México años atrás, caminé con él, conversando, por las calles de Buenos Aires; me llevó al Instituto en que trabajaba con Amado Alonso, a la tertulia de Nieves Rinaldini; fui con él al estreno de La zapatera prodigiosa a que el “todo Buenos Aires”, como él decía, fue a glorificar a un Federico lleno de palomas y trucos.

         Más años pasaron hasta la mañana de 1946 en que el cable anunció su muerte repentina; en un tranvía, cuando iba a dar una clase.

         Hace ahora veinte años. No existe ya Alfonso –su hermano, su discípulo, a recordarlo en este aniversario.

         Plumas mejor cortadas que ésta que él guió en sus lejanos principios rindan hoy el debido homenaje a su memoria; verdaderos discípulos de su sabiduría borden en torno de la que él derramó en libros y cátedras. Yo tributo a su tumba la evocación emocionada de los lejanos días en que el maestro Pedro Henríquez Ureña, en el pleno vigor de su madurez, imprimió su huella indeleble y abrió el camino de 1as 1etras a un joven mexicano.

Transcripción por Antonio Saborit

Hipervínculos y notas por Diego Eduardo Esparza Resendiz