José Vasconcelos (1882-1959)

por Vicente Leñero

“Vasconcelos en el exilio”

Leñero, Vicente. “Lo que sea de cada quien. Vasconcelos en el exilio.” Revista de la Universidad de México 58 (2008).

A las nueve y media de la mañana la antesala empezó a llenarse como un camión de pasajeros. Un sofá de piel, dos sillones viejos, sillas chuecas, espacio entarimado para aguardar de pie con las paredes como respaldo… Parecía el escenario de Memoria de una espera, la novela que escribiría Guadalupe Dueñas seis años después.

Frente a su frágil mesita, el ujier que cuidaba la antesala como un cancerbero iba tomando nota de cada recién llegado en un cuaderno de rayas: nombre, hora, asunto. Me planté delante. Dije mi nombre y mi intención de entrevistar al director de la Biblioteca México

—Es para una encuesta de la revista Señal —expliqué—. No le quito ni veinte minutos.

—¿El señor lo conoce? —preguntó el ujier.

No me atreví a decirle que sí porque seguramente no se acordaría. Había estado en Durango con él dos años antes, en el 53 o 54, en ocasión de un congreso estudiantil. Dos grupos se disputaban la dirigencia de la organización universitaria: los izquierdosos y los mochos, encabezados éstos por Diego Zavala —quien sería años después suegro de Felipe Calderón — de la corporación el jesuita Mayagoitia. Yo estaba con los mochos representando a la ACJM. Después de dos días de congreso, los izquierdosos parecían llevar todas las de ganar —más entusiasmo, más gente—, aunque Diego Zavala se guardaba dos ases en la manga para la asamblea final, previa a la votación que elegiría al nuevo presidente. Un as era la presencia sorpresiva y mítica de José Vasconcelos; el otro, la intervención de un orador extraordinario: Hugo Gutiérrez Vega, quien militaba entonces en la corriente vanguardista del Partido Acción Nacional. Nadie sabía de la llegada de Vasconcelos a Durango.

Diego Zavala lo mantenía escondido en un hotel y me pidió que lo atendiera en funciones de edecán. Podría aprovechar yo la circunstancia, me dijo, para hacerle una entrevista para publicarse en Reforma Universitaria, el periódico de la organización. Vasconcelos había llegado a Durango en compañía de una guapísima sobrina. Y la verdad, más que entrevistar al maestro sobre su regreso a la ortodoxia católica, lo que se me antojaba era atender de tiempo completo a la sobrina. Tal vez por eso la entrevista resultó atrabancada y tonta. Acosado por las miraditas de la guapa no presté suficiente atención a las palabras del gran personaje. El que sí salió ganón fue Diego Zavala. Asombró a la asamblea cuando presentó a José Vasconcelos como su invitado de honor, y la oratoria de Gutiérrez Vega encendió el ánimo de los universitarios. Los mochos ganamos fácilmente la votación.

En la antesala, los minutos transcurrían con lentitud exasperante. Por injusta decisión de Vasconcelos, el ujier no hacía entrara la gente por orden de llegada. Se brincaba del penúltimo al tercero, del último al segundo. Algunos dilataban media hora. Otros iban y volvían de entrada por salida. Había de todo: hombres trajeados, mujeres elegantes, monjas, jóvenes, grupos, familiares…

Por suerte —porque llegué temprano más bien— yo me había agandallado uno de los viejos sillones y en él invertí mi espera leyendo el librito que traía: la Ortodoxia de Chesterton en la edición de Austral.

Como si fuera el cielo que me tienes prometido, mi turno llegó por fin a las dos de la tarde cuando sólo me acompañaba en la antesala un viejito de bastón.

Arrellanado en la silla de brazos de su escritorio, desbordándola con su cuerpo ostentoso atrapado por un traje gris, corbata y chaleco, el maestro Vasconcelos se veía cansado, seguramente harto de tantas visitas que lo buscaban a diario por asuntos que nada tenían que ver con su cargo de bibliotecario director.

Vivía en el exilio político, en el regreso del Ulises criollo a una Ítaca que él confundía con Dios.

A tropezones le expliqué mis motivos. Andaba realizando una encuesta sobre lapaz, la verdadera paz del mundo, a propósito del reciente mensaje pascual de Pío XII. Ya había entrevistado a Gallegos Rocafull, a Guiza y Azevedo, a Felipe Pardinas, al arquitecto De la Mora

Vasconcelos me oía con desgano. Reparó en el librito que había colocado yo sobre su escritorio y me interrumpió con fastidio:

—Ya que le interesa Chesterton, le voy a responder con una frase de Chesterton, nada más. No me pregunte otra cosa porque no me interesa su encuesta.

Extrajo del portaplumas un manguillo, lo hundió en el tintero abierto y garabateó en una tarjeta:

Siempre es preferible una buena guerra a una mala paz.

Ahora sí sonrió, al entregarme la tarjeta, como si hubiera escrito algo genial. Jamás volví a ver a José Vasconcelos. Murió en 1959, luego de responder a Ernesto Ortiz Paniagua —en la última entre vista que concedió tres días antes de su muerte—con una frase que ojalá me hubiera dicho a mí en la Biblioteca México:

Lo que nos hace falta a todos es una que otra vida más, para atender a lo que dejamos inconcluso y aún más: para corregir todo cuanto hicimos en contra de la caridad.

Transcripción por Liliana Sánchez García

Hipervínculos y notas por Andrea D. Mandujano