José Juan Tablada (1871-1945)

Por Julio Torri (1889-1970)

Torri, Julio. “José Juan Tablada”. Tiras de colores, Octobre_Novienbre de 1945, pp. 6-7.

Quien conoció a José Juan Tablada en los últimos años y le vio solo, decrépito y con la demacración de la enfermedad que había de matarlo, difícilmente podrá imaginarse al poeta en la juventud y en la madurez, cuando lleno de bríos e ingenio, era l’enfant terrible de su generación.

Nada benévolo con los necios e ignorantes, ayudó, en cambio, a muchos de nuestros artistas, a quienes hizo conocer en el extranjero. Además era un amigo de singular lealtad: por ejemplo, en defensa de Leopoldo Lugones le vimos romper lanzas vigorosamente.

La evolución de su espíritu y de su arte es la evolución de las modas intelectuales de su tiempo, que siguió siempre con atención muy alerta. Primero fueron los grandes parnasianos y simbolistas, con Baudelaire antes que todos, los que atrajeron su interés; luego la prosa artística y refinada de los Goncourt, donde aprendió a amar al siglo XVIII y a los pintores japoneses. Más tarde le vimos prendarse del arte de Apollinaire, erudito, travieso, profundamente varonil y humano.

Fotografía para Revista de Revistas de la UNAM en 1913. Imagen tomada de la Mediateca del INAH

En la época en que más le traté fue allá por los años de 17 y 18, cuando Tablada se acababa de acoger a la amnistía del generoso don Venustiano Carranza. Ya habían quedado atrás las épocas de las tertulias en su casa de Coyoacán, su equivocación política y el exilio que siguió. Por entonces frecuentábamos un café: El Globo, y en torno de José Juan noche a noche pasábamos horas de deliciosa charla Genaro Estrada, Jorge Enciso, Luis Cabrera y algunos otros amigos. A menudo se sentaba a nuestra mesa don Francisco A. de Icaza, gran mexicano y gran señor de nuestras letras. Por la misma época encontrábamos a Tablada en la rica biblioteca de Pablo Martínez del Río, en los tés de La Nave, tés a que asistían el Marqués de San Francisco, y mis malogrados amigos Mariano Silva y Carlos Díaz Dufoo, Jr. Algunas veces concurría también el gran Amado Nervo, que entonces polarizaba toda nuestra entusiasta y respetuosa atención.

Del ingenio de José Juan Tablada se ignora casi completamente una proeza: en una casa que tenían en común Jorge Enciso y él, allá por el rumbo universitario, y a la que concurrían todos los amigos de ambos, destinaron los muros a recoger el fruto de su gracia. Y así, José Juan con epigramas y humoradas y Jorge Enciso con dibujos que los ilustraban, llenaron íntegramente las paredes. Cuando más tarde Enciso propuso consignar lo allí impreso, era tarde, la casa había sido demolida y el tesoro se había perdido para siempre.

Dos fechas: el 3 de abril de 1871 y el 2 de agosto de 1945, limitan la proyección de su vida en el tiempo. Una afección renal crónica lo llevó a la tumba en Nueva York, ciudad en donde vivió muchos de sus últimos años. Ya con la certeza de que no volvería a su patria, antes de partir por última vez hacia el norte, vendió todos sus libros y regaló los objetos de su mayor aprecio. La venta de su casa en Cuernavaca, lo desarraigó totalmente. En la actualidad, su viuda pretende editar sus obras póstumas.

Quien no conoció a Tablada ignorará siempre la gracia y el sprit que se prodigaban en la ciudad de México, en las tertulias literarias de principios del siglo, cuando las letras y las artes como que ocupaban mayor espacio en la vida ciudadana.

Tiras de Colores, octubre-noviembre de 1945, pp. 6-7.

Transcripción y edición por Ernesto Sánchez Pineda

Hipervínculos por Verónica Yaneth Galván Ojeda