Por Julio Torri (1889-1970)
Torri, Julio. “José Juan Tablada”. Tiras de colores, Octobre_Novienbre de 1945, pp. 6-7.
Quien conoció a José Juan Tablada en los últimos años y le vio solo, decrépito y con la demacración de la enfermedad que había de matarlo, difícilmente podrá imaginarse al poeta en la juventud y en la madurez, cuando lleno de bríos e ingenio, era l’enfant terrible de su generación.
Nada benévolo con los necios e ignorantes, ayudó, en cambio, a muchos de nuestros artistas, a quienes hizo conocer en el extranjero. Además era un amigo de singular lealtad: por ejemplo, en defensa de Leopoldo Lugones le vimos romper lanzas vigorosamente.
La evolución de su espíritu y de su arte es la evolución de las modas intelectuales de su tiempo, que siguió siempre con atención muy alerta. Primero fueron los grandes parnasianos y simbolistas, con Baudelaire antes que todos, los que atrajeron su interés; luego la prosa artística y refinada de los Goncourt, donde aprendió a amar al siglo XVIII y a los pintores japoneses. Más tarde le vimos prendarse del arte de Apollinaire, erudito, travieso, profundamente varonil y humano.
En la época en que más le traté fue allá por los años de 17 y 18, cuando Tablada se acababa de acoger a la amnistía del generoso don Venustiano Carranza. Ya habían quedado atrás las épocas de las tertulias en su casa de Coyoacán, su equivocación política y el exilio que siguió. Por entonces frecuentábamos un café: El Globo, y en torno de José Juan noche a noche pasábamos horas de deliciosa charla Genaro Estrada, Jorge Enciso, Luis Cabrera y algunos otros amigos. A menudo se sentaba a nuestra mesa don Francisco A. de Icaza, gran mexicano y gran señor de nuestras letras. Por la misma época encontrábamos a Tablada en la rica biblioteca de Pablo Martínez del Río, en los tés de La Nave, tés a que asistían el Marqués de San Francisco, y mis malogrados amigos Mariano Silva y Carlos Díaz Dufoo, Jr. Algunas veces concurría también el gran Amado Nervo, que entonces polarizaba toda nuestra entusiasta y respetuosa atención.
Del ingenio de José Juan Tablada se ignora casi completamente una proeza: en una casa que tenían en común Jorge Enciso y él, allá por el rumbo universitario, y a la que concurrían todos los amigos de ambos, destinaron los muros a recoger el fruto de su gracia. Y así, José Juan con epigramas y humoradas y Jorge Enciso con dibujos que los ilustraban, llenaron íntegramente las paredes. Cuando más tarde Enciso propuso consignar lo allí impreso, era tarde, la casa había sido demolida y el tesoro se había perdido para siempre.
Dos fechas: el 3 de abril de 1871 y el 2 de agosto de 1945, limitan la proyección de su vida en el tiempo. Una afección renal crónica lo llevó a la tumba en Nueva York, ciudad en donde vivió muchos de sus últimos años. Ya con la certeza de que no volvería a su patria, antes de partir por última vez hacia el norte, vendió todos sus libros y regaló los objetos de su mayor aprecio. La venta de su casa en Cuernavaca, lo desarraigó totalmente. En la actualidad, su viuda pretende editar sus obras póstumas.
Quien no conoció a Tablada ignorará siempre la gracia y el sprit que se prodigaban en la ciudad de México, en las tertulias literarias de principios del siglo, cuando las letras y las artes como que ocupaban mayor espacio en la vida ciudadana.
Tiras de Colores, octubre-noviembre de 1945, pp. 6-7.
Transcripción y edición por Ernesto Sánchez Pineda
Hipervínculos por Verónica Yaneth Galván Ojeda