Victoriano Salado Álvarez (1867-1931)

Por José de Jesús Núñez y Domínguez

Recuerdo de don Victoriano1

José de Jesús Núñez y Domínguez, “Recuerdo de don Victoriano”, en Memorias de la Academia mexicana correspondiente de la española, Tomo XVI, México: Jus, 1958, pp. 74-76.

Ya con la donosura que caracteriza sus producciones, Artemio de Valle Arizpe, en famoso discurso académico, se refirió al “arte” de la conversación en México y a quienes lo cultivaron con descollantes cualidades. Y señalaba entre los maestros de éste que los antiguos llamaban don de gentes, al señor licenciado don Victoriano Salado Álvarez, ilustre novelista, historiador, filólogo y crítico literario, que no era sólo un conversador amenísimo, de cuyos labios estaban pendientes quienes le escuchaban por horas y más horas, sino que unía a su verba cautivante una fácil erudición y un ático humorismo.

Aunque en ese magnífico discurso de Artemio, se hizo el supremo elogio de don Victoriano como conversador, yo vuelvo a las ancladas en este artículo, sin otro propósito que rendir un homenaje a la memoria del insigne hablista, quien desde mozo sobresalió en el manejo de la plática. Así me lo han referido algunos de sus contemporáneos del Liceo de Varones de Guadalajara, en el que ingresó desde su llegada de Teocaltiche, pintoresco villorrio jalisciense en que naciera.

Su ingenio era proverbial; y se recuerda cómo entretenía a sus camaradas entre clase y clase, tejiendo y destejiendo sabrosas charlas que a todos solazaban.

Y cuando ya togado, se encaminó por la senda de las bellas letras y dio a la estampa su colección de artículos críticos De mi cosecha, la sonrisa burlona aparece en las parrafadas de prosa maciza, cuyo atildado lenguaje rememora el de los férvidos coribantes de los clásicos, como se usaba en esa época.

Sin embargo, el narrador sabroso, “que parece que está hablando”, surgió con mayor relieve en la colección de cuentos De autos, cuyo curialesco título no es sino una reminiscencia a sus andanzas entre ministriles y leguleyos. Sus relatos, tomados de la vida misma, rebosan gracia y están escritos con la llaneza de quien maneja la prosa con auténtica soltura. Y tienen tal verismo y tal acento realista, que, en efecto, se cree oír la propia voz de quien hace el relato. Cuando conocí a don Victoriano y releí dichos cuentos, me causaron esa impresión y figurábame tener frente a mí la robusta y simpática persona de mi eminente amigo y maestro.

Seguramente quienes saborearon ese libro y trataron después a su autor, cuando trasladose a la capital mexicana, fueron pregoneros de esas singulares dotes que particularizaban su estilo de escritor. Y de allí que cuando la casa Ballescá tomó el buen acuerdo de editar una obra que fuese a manera de los Episodios Nacionales de Pérez Galdós, para narrar en forma novelada hechos de la historia mexicana, se eligiera a don Victoriano para que llevara a cabo esa tarea. Y nadie más idóneo para ello porque a su seriedad de hombre de estudio aunaba la fluidez y la galanura en la péñola que requiere ese género de obras.

Se quiso con esa serie de relatos completar la que escribiera don Enrique de Olavarría y Ferrari con el título de Episodios históricos nacionales. Y don Victoriano, como no podía menos de suceder, salió airoso de la prueba y así lo testimonió el aplauso general con que recibió el público, primero De Santa Anna a la Reforma; y en seguida La Intervención y el Imperio.

El autor, consciente del trabajo que se le encomendara, se echó a buscar documentos y a recibir confidencias de contemporáneos de los sucesos que iba a describir. Y con todo ello, y como burla burlando a las vegadas, y siempre con fidelidad de cronista que cuenta las cosas sin otro ánimo que referirlas cual simple espectador, en ambos libros el licenciado Salado Álvarez dejó cuadros llenos de colorido de la sociedad mexicana de otros tiempos y retratos de personajes, diestramente pintados, con detalles tan minuciosos, físicos y morales, que se asiste así a la contemplación de una galería de exactas efigies de hombres del pasado.

El México de ayer, del primer tercio del siglo XIX, desenfadado, sumido en la ignorancia y víctima de improvisados caudillejos militares que todo lo sacrificaban a su ambición de mando; el México de la Reforma, en que el pueblo despertó al fin de su letargo y en que la sangre de las luchas fraternas floreció en sublimes heroísmos; el trágico período de la Intervención, con un imperio de opereta, que dio material abundante al espíritu zumbón y mordaz de don Victoriano para trazar escenas costumbristas de mano maestra, todo ello aparece allí revivido con imparcialidad de juicio pero a la vez con amenidad insuperable. El conversador reaparece en esas páginas en que se exhuman acontecimientos que, leídos en libros de historia, fatigan al lector común y corriente, pero que relatados por un escritor que los salpimenta en el ingenio y travesura, encantan y atraen y fijan la atención de cualquiera.

Estas obras hubieran bastado para consolidar la reputación de un novelador de subidos quilates, que se habría acrecentado si don Victoriano, urgido por exigencias de otro orden, no hubiera andado por tierras extrañas, como diplomático, desempeñando puestos públicos que absorbían su tiempo, o comiendo el amargo pan del destierro. Por ello apenas pudo, ya en las postrimerías de su vida, publicar algunos estudios lingüísticos como México peregrino (mexicanismos supervivientes) en el inglés de Norte América o discursos a que lo obligaba su cargo de Secretario Perpetuo de la Academia de la Lengua.

Lo tentó la figura de don Carlos María de Bustamante, cuya “vida azarosa y romántica” relató en una obra editada por la Casa Calpe. Pero desgraciadamente, exigencias editoriales (esas terribles exigencias que mutilan despiadadamente las producciones literarias) suprimieron capítulos o los acortaron. Y el propio don Victoriano se lamentaba de ello, cuando, en las tertulias de la librería de don Pedro Robredo, aludía a ese desaguisado.

En la trastienda de esa librería, mientras en la penumbra fulguraban los anteojos de don Luis González Obregón o relucía la calva de “Fernán Grana” y el licenciado José Lorenzo Cossío se atuzaba sus mostachos “de aguacero”; en tanto que el marqués de San Francisco hojeaba displiscentemente algún bello volumen de pastas de tafilete, don Victoriano, teniendo como interlocutor a Artemio, a Pablo González Casanova, a Joaquín Ramírez Cabañas y a mí mismo, conversaba sobre diversos temas. Y todos le escuchábamos con delicia. Hundía a veces su barba “boulangereana” sobre el tórax, en actitud beatífica pero socarrona como para pescar mejor el recuerdo que flotaba en el piélago de su inteligencia y luego continuaba, argüía, preguntaba, sabía mil anécdotas. Su paso por el mundo le había dado un caudal de sabiduría que derrochaba como un manirroto.

Muchas veces, después de cerrarse la librería, nos deteníamos· en la esquina, y sin hacer caso del tráfago nocturno, proseguía el palique en que don Victoriano llevaba la batuta y los momentos se deslizaban sin sentir. Y cuando al fin nos despedíamos de él, seguía resonando en nuestros espíritus la voz cordial, erudita y amable de aquel gran maestro de la conversación.

Transcripción y ediciónporFernando A.Morales Orozco

Hipervínculospor Diego Eduardo Esparza Resendiz