Francisco A. de Icaza (1863-1925)

por Xavier Villaurrutia (1903-1950)

Francisco A. de Icaza (1863-1925)

El Universal Ilustrado, 18 de junio de 1925

A Julio Torri

Pequeño, vivaz, graciosamente encorvado, vestido en negro riguroso, como lo vimos en la última ocasión, imaginamos a don Francisco A. de Icaza.

Tenía una vocecilla afilada que acababa, como su aguda barba, en risa. Las palabras de su plática se erizaban, súbitamente, en dardos. Oyéndolo pensábamos en una hormiga provista del aguijón de la abeja. Porque don Francisco A. de Icaza, incansable y tenaz, es una de las hormigas de México.

Nacido en 1863, poco tiene de común con los contemporáneos de su país que fueron, los más, excelentes cigarras monocordes. La semejanza con ellos no pasa de la edad, como su parecido con don Gaspar Núñez de Arce no va, afortunadamente, más allá del rostro.

Perteneció a la casta de escritores de excelente cultura, de larga paciencia y de curiosidad retrospectiva, cuyo ejemplo podrá parecer, si se mira ligeramente, que se extingue entre nosotros pero que, si bien se mira, continúa afortunado y feliz.

Hombre de letras, polígrafo, empuñó una larga pluma que bañaba alternativamente en la tinta de la poesía, de la historia, de la crítica, de la divulgación literaria.

Su obra revela una salud y un vigor que resaltan más a la vista de quienes lo conocimos físicamente débil y pequeño. Preciosa salud espiritual, consecuente de preparación y economía. Preciosa salud ajena a la dispersión y al desmayo.

La España que lo vio madurar, lo vio morir. Y como ameritaba la calidad de su labor, escrita for an acute and honourble minority, murió en olor de minoría.

Su poesía, madurada lejos del tumulto producido por las reformas métricas del llamado modernismo, tiene el carácter huraño del niño que prefiere continuar su juego de soledad a unirse al bullicioso juego que lo rodea. Esta actitud sella su verso con cierta aristocracia que no es necesariamente orgullosa sino melancólica:

No es profesor de energía
Francisco A. de Icaza,
sino de melancolía.

La excelencia y depuración de su gusto lo hicieron preferir una poesía de matices, condensada y feliz en sus límites de extensión. Canciones y paisajes lejanos. Sus paisajes, de colores claros diluidos en claras aguas, trazados sobre finos cartones, pueden enriquecer la más estricta colección de acuarelas.

Sin raíces geográficas, su lírica parece proyectada y escrita a varios metros sobre el suelo en un inmóvil globo cautivo. Conscientemente aislada, no se prolonga ni repite. Como toda su obra quedará encerrada en sí misma. Por ello podemos decir de su poesía: era más bien cisterna que manantial.

Icaza prosista ofrece varias ramas a nuestro interés: la arqueología literaria, la crítica, la divulgación, la historia. En estas actividades, y en vez de encontrar la dispersión de Icaza, encontramos su definición: curiosidad, paciencia, recreación artística.

España le debe hallazgos, contribuciones y estudios eruditos del mejor orden. Su nombre alternará, por ellos, en la historia de la moderna erudición española, con los primeros nombres de sus contemporáneos. Tuvo el don precioso de convertir un asunto de fría y desnuda pesquisa histórica en vivo relato artístico. Así, de la fusión de lo histórico y lo literario en un temperamento como el suyo, habrían de resultar sus óptimas obras.

Perfecto animador de ambientes y de personajes, merece figurar entre los más certeros cultivadores del género (Marcel Schwob), del “retrato real” y de la “vida imaginaria”. Su biografía de Lope de Vega, construida a base de detalles exactos, tiene el temblor artístico de una vida imaginaria. Los relatos sobre el Aretino tienen el claro definitivo dibujo de un retrato real de Durero, con esa dosis de claroscuro –lejana, no obstante, de la de un dibujo de Rembrandt–, necesaria para atenuar la excesiva realidad humana.

Para la crítica poseía una facultad analítica rápida, certera. Sobre ella, una temperatura combativa que hizo temblar a más de un contemporáneo. Apenas si el excesivo análisis, y el afán de gozarse en la información detallada y casuística, lo alejó muchas veces de la síntesis que es lo mejor del crítico.

Hombre de letras fue don Francisco A. de Icaza para quien suspender sus labores equivalía a detener la continuidad espiritual. Su descanso consistió, solamente, en el cambio de asuntos de trabajo. Por ello, preparó ediciones críticas y documentos históricos. Por ello, fue un excelente traductor de Hebbel, Nietszche, Tourguenieff.

En conjunto, su obra de prosista, rica en sabores conocidos, pregustados, no es abundante en sorpresas. Mejor clara y ordenada, sin grandes pasiones, pero sin frialdades. Así su estilo, tradicional, de lógico desarrollo: acertada respuesta a su pensamiento y a su método de escritor. Más que de ágiles movimientos, uniformemente retardado, nunca paralítico sino de desembarazadas extremidades en marcha sin prisa pero sin cansancio. Su obra no deja influencia. Se cierra con él:

Como el olivar,
mucho fruto lleva,
poca sombra da.

Deja, en cambio, un ejemplo, su ejemplo. No trabajó jamás a la vista del público haciéndole concesiones. Lo sentimos cerca por su dedicación infatigable, por su constancia, ¿de aprendiz?, no, de artesano. Y por su admirable limitación a la faena literaria, sin escapatorias a otras actividades menos heroicas. Oigamos, una vez más, la voz de Antonio Machado:

Francisco A. de Icaza,
de la España vieja
y de Nueva España,
que en áureo centén
se grabe tu lira
y tu perfil de virrey.

Transcripción y edición por Antonio Saborit

Hipervínculos por Diego Eduardo Esparza Resendiz