Manuel José Othón (1858-1906)

Por Artemio de Valle-Arizpe

ATRIBUCIÓN INGENIOSA

Valle Arizpe, Artemio del. Anecdotario de Manuel José Othón. México: Fondo de Cultura Económica, 1958.

Cuando acabó de escribir su magnífico Poema del desierto2, no sólo no lo quería publicar, sino que lo leía a los amigos con gran sigilo y aún en voz baja, rogándoles con encarecimiento que no mentaran para nada esos versos delante de su esposa. “¿Cómo los voy a dar a la estampa –decía–, pues mi mujer tendrá que leer horrorizada eso de ‘las líneas de tu cuerpo’ y lo de ‘el torso viril que te subyuga’, además de las otras lindezas, nada católicas, que tiene el poemita ese, y comprenderá perfectamente que yo lo viví con esa señora nefanda que se me metió hasta los poros del alma, y no se colocará Pepa en resignada aceptación del destino, ¡quiá!, sino que, tomándome por un concupiscente Sarandápalo, habrá gran reyerta conyugal llena de intensidad dramática; tendremos un Waterloo casero, y en seguida pedirá el divorcio y yo, francamente, es la mera verdad, vivo muy a gusto con mi mujer, cumpliendo todo lo que manda la disoluta Epístola de san Pablo”.

Pasó mucho tiempo y el poema no se publicaba, aferrado Manuel José en no darlo a conocer por los muchos escrúpulos íntimos que tenía de que llegara a las manos de su esposa y que ésta hiciera una contundente exégesis, a esos versos y a él, después, la autopsia, sin ninguna delicadeza.

Un día le dije que lo publicase colgándole el suculento milagro a cualquiera de sus amigos.

–Pues hombre, Artemio, me has dado la gran idea del siglo. ¿Cómo diablos no se me había ocurrido antes este estupendo recurso?

1

Es que tengo la imaginación cansada.

Y, en efecto, así lo hizo. Escribió un precioso soneto dedicando el admirable Idilio salvaje al licenciado don Alfonso Toro, en el que lo hace pasar por el héroe del poema y le pregunta con ingenuidad: “¿He interpretado tu pasión?” y con linda socarronería se responde a sí mismo: “Lo ignoro”. Luego explica o se disculpa por interpretar mal el supuesto arrebato amoroso en el que estaba preso su amigo:

que me apropio al narrar algunas veces

el goce extraño y el ajeno lloro.

Y añade, quitándole modestamente, mérito propio a sus versos y que Toro se los daría:

solo sé que si tú los encareces

con tu ardiente pincel, serán de oro

mis versos y esplendor sus lobregueces.

Pero, afortunadamente, el historiador Toro no los encareció, o más bien, no los embistió con su tórrido pincel para transmutarlos en oro, se libraron de ese peligro porque ¡ay! pintorreaba don Alfonso unos retratos imposibles que ¡Ave María Purísima! y acometía unos paisajes que ¡Dios nos libre! Amén.

Y a propósito de este poema se ha contado por ahí que su heroína fue una india palurda y montaraz, que no sabía leer y que andaba descalza. No es verdad nada de eso. Yo conocí bien, muy bien, a la inspiradora de estos versos, era una mujer muy bien plantada, frondosa, apiñonada de color y con grandes ojos negros. Era de Saltillo, mi tierra, se llamaba Guadalupe Rodríguez, su padre era don Antonio, hermano carnal de los abogados don Blas y don Roque, entrambos con hijas muy hermosas y muy apreciadas de todo el mundo. Casó Guadalupe con un español y se fueron a radicar a Torreón; se separaron por desavenencias conyugales y entonces la conoció Othón, la hizo su amante y es ella y no otra, la que anda en el Idilio salvaje y con la que Othón “quemó su último incienso”.

Transcripción y edición por Antonio Saborit

Hipervínculos por Verónica Yaneth Galván Ojeda